Una revista argentina, Revista Crisis, me formuló dos preguntas sobre el momento postneoliberal que podamos estar (o no), viviendo. Sin duda una cuestión compleja.
En los últimos meses la necesidad de avanzar hacia una gobernabilidad posneoliberal se ha tornado cada vez más nítida. ¿Qué dinámicas o proyectos posneoliberales podrían realizarse efectivamente en nuestra realidad aquí y ahora? Los gobiernos de Pedro Sánchez, ¿han podido desplegar alguna política pública o iniciativa pos neoliberal o no es el caso?
Primero creo que hay que definir mínimamente qué entendemos por neoliberalismo. A grandes rasgos sería una práctica no solo económica sino política y social, con una enorme capacidad performativa y de influencia en el sentido común de la sociedad. Un planteamiento casi antropológico. Lo sintetizó Thatcher con su célebre “¿quién es la sociedad? No existe tal cosa, tan solo individuos “. Esta utopía neoliberal se concretaba en una paulatina disolución de los lazos sociales, de la ligazón comunitaria, del papel tuitivo del derecho laboral, de la privatización de los servicios destinados a cubrir las contingencias de la vida que tras la II Guerra Mundial dieron pie a los estados sociales o el llamado estado de bienestar, y finalmente, a un proceso de globalización económico donde las grandes corporaciones mundiales se establecían en la economía mundo en función de las ventajas comparativas que les ofrecía cada área económica o cada país.
Si estamos de acuerdo en esta aproximación -muy genérica y básica- podemos llegar a dos conclusiones. La victoria hegemónica del neoliberalismo a lo largo de los últimos 40 años es cierta, pero relativa y asimétrica. En sociedades como la española o las europeas no se puede afirmar con rigor que los individuos pululan por sociedades totalmente desvertebradas, donde las contingencias de la vida se proveen en ámbitos privados, o las relaciones laborales de dirimen en términos mercantiles sin ningún nivel de protección legal a las personas trabajadoras. Esto no es así. Lo que si es cierto es que las relaciones de poder entre la sociedad, las instituciones democráticas, y el poder económico, se han desequilibrado en favor de las corporaciones y los poderes económicos; las sociedades y las comunidades se han disuelto en buena medida generando más individualismo; y la fragmentación de los procesos productivos (por arriba, con la mundialización, y por abajo con la desintegración de la empresa fordista) ha debilitado la capacidad de negociación de una clase trabajadora, a su vez fragmentada de forma múltiple.
La segunda conclusión es que el neoliberalismo ha fracasado como proyecto económico de forma estrepitosa desde la crisis financiera de hace ya tres lustros. La respuesta a la crisis pandémica, y la posterior tras la invasión de Ucrania con sus consecuencias en el repunte de la inflación, supone una enmienda tras otra al proyecto neoliberal.
Me limito a expresar las mutaciones en la respuesta a la crisis en el caso español. La forma de afrontar las distintas recesiones en España (la más reciente la impuesta a partir del año 2011 con las políticas de austeridad) consistía en dejar operar la corriente de los ciclos económicos, facilitando los despidos en las fases recesivas como forma de ajuste de las empresas, precarizando la contratación en la esperanza -o eso decían- de que así se recuperaran las tasas de empleo en las recuperaciones macroeconómicas, promoviendo las devaluaciones salariales como una forma de ganar competitividad con la que compensar los déficits de nuestras balanzas comerciales, y en general con una amputación de una parte del tejido productivo. Esta respuesta era coherente con el papel subalterno de la economía española en un contexto europeo sin respuestas integrales y donde se protegían los intereses de los inversores y, sobre todo, de los acreedores.
Tras la pandemia, la orientación es otra. Se sostienen millones de puestos de trabajo a través de la suspensión temporal de los mismos, pero sin promover despidos y proveyendo de rentas a las personas afectadas. Se regula la contratación estabilizando más de tres millones de puestos de trabajo y reduciendo a la mitad la temporalidad (la nota más característica -que no única- del modelo de precariedad laboral en España). Se incrementa un 54% el Salario Mínimo Interprofesional reduciendo las brechas de desigualdad salarial a los niveles más bajos (no por ello aceptables) de los últimos 15 años. Se modifica el mercado eléctrico ante la crisis inflacionaria. Se movilizan recursos económicos para promover una intervención pública que facilite la transición digital y energética, en una cierta recuperación de las políticas industriales o de desarrollo sectorial, que hasta hace poco eran vistas como anatemas.
Todo esto con tres notas muy significativas. Estas políticas se financian en buena medida con recursos de dimensión europea y sufragados con deuda común, cuando apenas en el año 2019 la UE se aproximaba a un Marco Financiero Plurianual (presupuestos de la UE) casi restrictivos. Se desarrolla con la suspensión temporal de los límites del PEC (Pacto de Estabilidad y Crecimiento que sitúan los objetivos de deuda y déficit público). Se abre un contexto de cierta relocalización productiva y acortamiento de las cadenas de valor y de suministro, en una recomposición geoestratégica de la economía mundo, cuyo recorrido y consecuencias aún es pronto para definir completamente.
Para España esto ha supuesto recuperar los niveles de empleo previos a la crisis y superarlos ampliamente, y tener por primera vez la oportunidad de modificar los elementos de concurrencia de nuestra economía en el contexto global, pasando de las viejas e indeseables ventajas comparativas basadas en malos empleos, malos salarios y malas empresas, a otras donde el precio y la seguridad del suministro energético renovable, puede ser determinante.
¿Cuáles son las trabas que impiden avanzar decididamente hacia un gobierno pos-neoliberal en España? Las estructurales. Y las que dependen de la voluntad de la imaginación política.
Yo creo que vamos o estamos ya en un escenario pos-neoliberal. Lo que ocurre que no está claro a dónde vayamos a ir. El neoliberalismo en España no se constituyó nunca como una ideología solvente, sino como una coartada retórica de la parte más extractiva, parasitaria y rentista del capitalismo español para apropiarse de recursos y bienes comunes. Si las pautas económicas en España las condiciona en exceso la parte del poder económico cuya máxima aspiración es gestionar recursos comunes mediante procesos de captura del regulador, licitación, o legislación ventajosa sobre la que explotar mercados cautivos, no saldremos de los problemas endémicos de nuestro país. Hay un capitalismo que aspira a transformar procesos y generar valor añadido en la producción de bienes y servicios. Otro a alterar precios.
Esto va relacionado también con la vertiente antropológica a la que hacía referencia antes. La enorme incertidumbre propia de estos tiempos está recuperando la necesidad de vínculos y certezas, ya que la soledad neoliberal (“no existe la sociedad, tan solo individuos”) no da respuesta. Pero esos vínculos pueden ser progresistas o reactivos. Ahí las nuevas formas de extrema derecha plantean una vuelta a las viejas jerarquías, que se interpretan de forma falsa, idílica y reaccionaria, pero políticamente eficaces. El machismo, la homofobia, el clasismo, el racismo… no son más que esa expresión post-fascista que apela a falsos enclaves seguros de cuando todo estaba claro, empezando por quién manda y quién obedece. Y estos espacios reaccionarios de certidumbre pueden operar con eficacia incluso entre las clases subalternas, como nos demuestra el éxito parcial de algunos subproductos como Trump, Bolsonaro, o Milei.
El riesgo combinado de estas dos tendencias retardatarias es enorme. Si se consolidan como influyentes en España y en la Unión Europea, pueden marcar definitivamente la pérdida de influencia de un espacio sociopolítico que sigue siendo referencia de libertades cívicas en términos comparados. Si la UE no avanza en un proceso de integración, se deslizará en lo contrario, en una paulatina desintegración fáctica, donde las pulsiones austericidas pueden recuperar brío, lo que sería un desastre. EEUU o China hoy han emprendido una carrera sin retorno por ubicarse ante el nuevo modelo energético y la pugna por la relocalización productiva, y si Europa se desarma carcomida por los nacionalismos, no pintaremos nada en el contexto global.
No cabe resignación, claro. La alternativa es rehacer un contrato social del Siglo XXI para el que España y la UE tienen sólidos mimbres, ya que no se han desmontado radicalmente los sistemas de protección pública de las clásicas contingencias del pacto social del siglo XX (sanidad, educación, protección ante la vejez, derecho laboral y negociación colectiva). E incorporar otros como la atención a los cuidados, recuperar auténticas políticas de planificación productiva de forma simbiótica y no parasitaria con el poder económico, fiscalidad suficiente para dotar de capacidad presupuestaria al poder público, etc.
Y por supuesto una vertebración social que no se base en la vuelta a las jerarquías reaccionarias, sino al empoderamiento de las clases populares, donde el sindicalismo es un espacio capital para generar normas y garantías laborales y de igualdad, pero también para establecer espacios democráticos y participativos en los ámbitos socioeconómicos, desde la empresa y el centro de trabajo, hasta la relación con la institucionalidad.