Cuando se cumplen cuatro años exactos de la declaración del estado de alarma, se puede afirmar sin sombra de duda que la política laboral con la que se afrontaron las consecuencias de aquella situación traumática fue un éxito. La fase “resistiré” se saldó de forma inédita en España. Se mantuvo el empleo a través de los ERTE y su financiación pública. La recuperación de casi el total de aquella actividad laboral “embalsamada” llega hasta el punto de tener hoy el récord de cotizantes a la Seguridad Social. Hay más gente que nunca trabajando en España.
Pero además, se hizo rompiendo dos de los mantras sobre los que había pivotado la política laboral anti-crisis en las últimas décadas. El primero, que para recuperar empleo había que precarizar la contratación impulsando sobre todo la temporalidad, que actuaría como un amortiguador del riesgo empresarial al rebajar la incertidumbre para hacer nuevos contratos en las fases de crecimiento. El segundo, que había que devaluar los salarios más bajos y promover de esta forma la creación de puestos de trabajo en los segmentos de menos valor añadido del aparato productivo, facilitando así la recuperación —se teorizaba— de las tasas de empleo. Pues en contra de estos mantras, reducir a la mitad la temporalidad en el sector privado y subir más del 50% el SMI en un lustro, ha sido compatible con las mejores tasas de ocupación de nuestra historia. Esta secuencia es indiscutible con los datos en la mano.
Sin embargo, los datos que presentaba recientemente CCOO ponen de manifiesto que lo que está ocurriendo en nuestro modelo laboral tiene más profundidad y recorrido que el éxito de la fase “resistiré” a la que hacía referencia antes. No es solo que se haya sostenido el empleo, primero, y se haya generado más empleo después. Es que la composición del empleo está mejorando. Y esto tiene que ver con más variables que los cambios en la legislación laboral y se explica más bien con las tendencias de transformación que se observan en el tejido productivo español y su — posible— evolución.
Digámoslo por derecho. La legislación laboral no es propiamente la que crea o destruye empleo. Sí es la que regula cómo se transforma la actividad económica en empleo, y sí contribuye de forma relevante a generar incentivos y desincentivos en la forma de rentabilizarse las empresas, así como de afrontar los distintos ciclos económicos, lo cual sí afecta en segunda derivada a la creación de empleo. Y lo que está sucediendo en España no tiene antecedentes y nos debieran arrojar luz sobre algunos de los retos más estratégicos que tenemos como país.
En España se han creado 1,58 millones de empleos asalariados netos entre 2018 y 2023. Un aumento acumulado del 10%. Pero tan relevante como esto es que el empleo está creciendo más en sectores intensivos en conocimiento. El 63% del empleo creado se concentra en ocupaciones técnicas y el 32% en ocupaciones intermedias. Las ocupaciones más cualificadas crecen por encima de la media y concentran el 67% del empleo neto creado. Además la mayor cualificación del empleo es transversal a la mayoría de ramas de actividad y se extiende a sectores donde las ocupaciones técnicas tenían un peso reducido.
Estos buenos datos “de flujo” mejoran la composición del empleo, aunque aún consolidan demasiado poco un cambio radical en “el stock” de empleo, y en el modelo productivo en España. Las ocupaciones técnicas han pasado en cinco años del 29,4% al 32,4% del empleo asalariado, y las ocupaciones elementales han bajado del 15,2 al 14% del empleo total.
Otro dato muy relevante y seguro que discutible, es la evolución de la productividad. Tomando los datos del Observatorio de Márgenes Empresariales que utiliza fuentes tributarias para ofrecer una panorámica del sector privado no financiero, entre 2018 y 2023 se produjo una mejora de la productividad real por asalariado del 16,4%. Esta evolución habría sido compatible con la mejora neta del empleo antes descrita y seria inédita en la historia económica reciente de España. Recordemos que en nuestro país los incrementos de productividad habitualmente se dan en las fases recesivas, producto de la dramática pérdida de puestos de trabajo, que solía ser más acusada que la propia caída económica. Una evolución por tanto pasiva e indeseable de la productividad.
En opinión de CCOO, esta evolución del empleo nos tienen que impulsar en un doble sentido. Por un lado, seguir mejorando los incentivos para que la rentabilidad futura de las empresas no se base en las desgastadas fórmulas de la precariedad y los bajos salarios. Al contrario. Es el momento de mejorar el marco regulatorio en el que se vayan a crear los puestos de trabajo del presente y del futuro. Es el momento de una reducción legal de la jornada de trabajo, que acompañe y mejore lo que ya en las últimas décadas se ha avanzado desde la negociación colectiva. Las futuras mejoras de la productividad que se prevé que tenga la economía española deben repartirse equitativamente y las personas trabajadoras deben apropiárselas en la negociación en los convenios colectivos, pero también a través de un marco regulador más favorable. Debe abordarse una mejor regulación de los procesos de externalización productiva y del riesgo digital de la economía de plataforma. Se trata de evitar que el modelo empresarial del futuro se pretenda rentabilizar en base a viejas inercias de explotación, hoy aún muy presentes en nuestro país.
Por otro lado, es necesario poner toda la carne en el asador en materia de políticas sectoriales e industriales. Hay que bajar el balón al piso para desplegar toda la potencialidad de la transición digital y energética en España. La inversión pública a través de los distintos presupuestos de las Administraciones y los fondos Next Generation, tienen que movilizar la inversión privada necesaria para aprovechar las posibilidades de convertir a nuestro país en una potencia de energía barata y renovable que sirva para localizar actividad productiva y no especulativa. España no puede ser el hábitat de castas extractivas y parasitarias, para los pelotazos urbanísticos, para la vieja alianza financiero-inmobiliaria, el paraíso de los estraperlistas, intermediarios, rentistas y mercachifles varios.
En cierto modo, las cartas en la economía-mundo se están repartiendo de nuevo como siempre ocurre en las transiciones energéticas por sus enormes afectaciones e intereses en juego. Ni el renovado riesgo bélico al que se somete a Europa, ni las pugnas geoestratégicas entre las grandes potencias, y me atrevería a decir que ni el ruido político que asola a nuestro país en los últimos años, son ajenos a la profundidad de las transformaciones en marcha, y a todos los recursos que se movilizan en estos interregnos que transcurren entre lo que no acaba de morir y lo que no acaba de nacer. Es el momento y es ahora.