El día 25 de noviembre está señalado en el calendario de Naciones Unidas como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
Día de dramática vigencia pero muy importante para impulsar una cuestión que no por obvia deja de ser importante: situar la violencia contra las mujeres dentro de la agenda política y del espacio público. Porque no olvidemos que sigue habiendo una visión que conceptualiza el machismo en general, y la violencia de género en particular, en territorios vinculados a la vida privada y espacio íntimo de las parejas o las familias.
Y no. La violencia machista es la expresión más cruda de la discriminación secular que sufren las mujeres de distintas formas e intensidades en la sociedad, y por tanto combatirla requiere hacer de ella una “cuestión de estado”.
Es evidente que el aspecto co-educacional en valores es fundamental para detectar, identificar y eliminar las discriminaciones estructurales con las que en el día a día, con la normalidad de lo cotidiano, convivimos todas y todos. Y que esta batalla tiene una especial importancia entre la gente joven, donde pese a los profundos cambios sociales y relacionales entre géneros, se aprecia una notable y preocupante reproducción de actitudes abiertamente sexistas, a poco que uno ponga atención y oído.
¿Qué efectos tiene que se normalice que un personaje como Donald Trump gane unas elecciones en la primera potencia mundial, con su historial al respecto?
La discriminación sexista no es una discriminación más. Es un paradigma de dominación y por tanto tiene necesidades y dinámicas propias. Pero eso no impide, que la existencia de una sociedad más o menos igualitaria también determine de forma importante la posición de las mujeres en la misma.
Porque la distribución de recursos y de poder implícita a cualquier sociedad conflictiva, condiciona de forma muy importante las situaciones de dependencia y por tanto de posible subordinación. El ámbito laboral y socioeconómico es un campo donde esta afirmación se hace más evidente.
Los datos nos dicen que las mujeres sufren una segregación ocupacional. Es decir que tienen mayor probabilidad de tener puestos de trabajo en determinados sectores, y menos en otros. Que estos “sectores feminizados” suelen tener menores salarios y mayores índices de temporalidad e inestabilidad. Casi todas las dinámicas de precarización del empleo (por ejemplo el aumento de la contratación a tiempo parcial no deseado) suelen afectar de manera más intensa a las mujeres.
Esto determina peores niveles de protección social ante distintas contingencias como la pérdida del empleo (menos protección por desempleo por tener menores cotizaciones y más cortas) o la jubilación (menos pensión por lo mismo y por tener carreras de cotización más discontinuas). Esta mayor vulnerabilidad económica que puede conllevar mayor dependencia, da continuidad al círculo vicioso sobre el que se reproduce como una hidra el rol cultural y social en el que se basa el machismo. El hábitat de la violencia.
El sindicalismo y el sindicato es un factor de igualdad o debe serlo. Y por tanto tiene un papel que jugar en romper esos círculos descritos. En pocas cuestiones como en esta se ve tan claramente el papel específico que tenemos que jugar desde la “micro-utilidad” en el centro de trabajo, hasta la convergencia social que se muestra en días como el de hoy.
Y en pocas cuestiones se ve también la complejidad creciente a la que se enfrenta el sindicalismo de clase. Porque nuestra voluntad no es estrictamente representar intereses “de iguales”, como podía corresponder a colectivos homogéneos propios de las épocas fordistas.
Nuestro reto es agregar y hacer compatibles intereses colectivos variados, para que formen parte de una respuesta coherente y de deliberación democrática.
La distribución equitativa e igualitaria de recursos, de poder… no es suficiente para cambiar los fundamentos de una sociedad construida sobre siglos de patriarcado, pero es necesaria para dotar de autonomía vital a las personas, de forma especial a las mujeres.
En definitiva para abrir espacios de libertad donde la discriminación y su corolario más brutal y dramático, la violencia, se erradiquen de la convivencia.
Mientras la desigualdad de género sigue estando presente, el sindicalismo de clase o es feminista o no es.