La demanda sindical de reducción de la jornada legal de trabajo tiene su propio interés inmediato para la clase trabajadora. Pero no debe desvincularse de una reflexión más general sobre cómo regular las relaciones laborales para un momento de importantes transformaciones. Trato de explicarme.
El interés inmediato de la reducción del tiempo de trabajo desde las 40 horas semanales hasta las 37,5 tiene fácil justificación. Desde 1981 no se modifica por ley esta variable. Es cierto que lo hemos hecho paulatinamente a través de la negociación colectiva, de manera que hoy en día la jornada laboral media efectiva está en algo más de 38 horas semanales. Como toda media, esconde realidades diversas. Desde empresas o sectores donde la jornada está en las 35 horas, hasta otras en las que aún supone esas 40 máximas que prevé la ley.
Desde el año 1981 la empresa, el trabajo, la sociedad, han cambiado drásticamente. La incorporación de tecnología, formas más modernas de trabajar, la propia digitalización, permiten que la producción de bienes y servicios se genere con mucha menor necesidad de tiempo de trabajo. La productividad ha aumentado y en buena parte, esa mejora se la ha apropiado el capital cuya participación en la renta nacional ha aumentado significativamente en las últimas décadas, no solo en España.
Por otro lado, la demanda de tiempo libre para conciliar vida personal, social, y laboral, es cada vez más sentida entre las personas trabajadoras. Trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Desde todos estos puntos de vista es posible y deseable modificar la ley. El objetivo ahora son las 37,5 horas como forma de impulsar una mayor reducción de la jornada a través de la negociación colectiva, retomando el viejo objetivo de las 35 horas o incluso, allí donde sea factible, con jornadas más reducidas.
Pero esta legítima reivindicación debe enmarcarse en una reflexión más general. España es un país que, desde el proceso de industrialización y desarrollo de la década de los sesenta del siglo pasado, concibió que el modo de concurrencia en la economía global era mediante la fórmula de los bajos salarios y la precariedad laboral de buena parte de los puestos de trabajo. Una fórmula indeseable, pero coherente con un modelo de crecimiento centrado en sectores de poco valor añadido, empresas poco productivas, exceso de dependencia de sectores estacionales de la economía, e incluso una industrialización en segmentos secundarios de las cadenas de valor europeos y mundiales.
Nuestra legislación (evidentemente en la dictadura, pero incluso en la democracia) en buena medida era funcional a ese modelo, cuyas consecuencias hemos visto a lo largo de las décadas. Altas tasas de paro, la temporalidad como forma habitual de gobernar la flexibilidad en las empresas, salarios bajos empezando por un SMI marginal hasta hace apenas unos años, dirección autoritaria de las empresas, etc.
Según esta lógica, para contar con inversión y empleos había que mantener malas condiciones de trabajo. Esa era nuestra forma de competir. Por eso ha habido tantas polémicas con las paulatinas subidas del SMI, o la eliminación del contrato de obra y servicio en la reforma laboral. El mantra de que esas políticas iban a destruir millones de puestos de trabajo ha sido argumentado por economistas, organizaciones empresariales, editoriales, opinadores… Todos los pronósticos se han mostrado equivocados. Los planteamientos de CCOO eran mucho más acertados que los que pretendían desacreditarnos.
Y desde esa perspectiva hay que afrontar el actual momento sindical. No se trata solo de reducir la jornada laboral. Se trata de modificar los parámetros de concurrencia de nuestra economía en el contexto de transformaciones que atravesamos. Oímos hablar de fondos de recuperación europeos, de transición energética, ecológica, digital. Debemos conseguir que se hable de políticas industriales y sectoriales, de intervención pública en el diseño del modelo económico español para el futuro. Hay una oportunidad de que pasemos de ser un país que competía desde la precariedad, a un país que concurra aprovechando las ventajas de los costes energéticos ligados al potencial renovable que tenemos.
Y para eso hay que hacer un marco laboral más justo, más equilibrado y que dé más poder a la clase trabajadora. No debemos asumir el razonamiento de que para mejorar la productividad de la economía y de las empresas hay que mantener bajos salarios y altas jornadas. Así se incentiva a las peores empresas. La subida del SMI ha sido compatible con la creación de empleo. La reducción de la jornada también ha de serlo, y además será una manera de favorecer aquellos proyectos de empresa que no se hacen rentables en base a pagar poco, sino en otras facetas como la inversión o las mejores maneras de trabajar.
Estabilizar el empleo a través de la contratación como ya hemos hecho con la reforma laboral, debe tener continuidad en reducir el recurso al despido, acomodando nuestra legislación a los preceptos del Comité Europeo de Derechos Sociales que en su día suscribió España, y que tiene pendiente resolver una reclamación de CCOO junto con la ya resuelta de UGT.
Gobernar el proceso de digitalización es clave. El ejemplo de las empresas constituidas como plataformas que pretenden que sus plantillas no sean trabajadores por cuenta ajena, sino falsos autónomos, es una muestra del riesgo de dejar que el uso del potencial digital se use como caballo de Troya contra los derechos laborales.
Estas demandas son estratégicas para nuestro país, aunque somos conscientes de que una agenda reformista de este calado tiene difícil recorrido en la actual situación política. Por eso hay que hacer una lectura realista, pero orientada, del momento. Sabiendo a dónde queremos ir y a dónde debiéramos ir. La primera parada de la travesía es la reducción de jornada, ya citada. Junto con la negociación que estamos llevando a cabo, habrá que impulsar un proceso de movilización primero ante CEOE, después ante el Gobierno, y con toda probabilidad ante los distintos grupos parlamentarios.
CCOO debe fortalecerse en todo este proceso en términos afiliativos, representativos y de densidad sindical, en los centros de trabajo. Esa es la única garantía de que al margen de cómo evolucionen las circunstancias ajenas a nuestro marco directo de actuación (coyuntura política, económica, etc.), el sindicato va a ser un actor imprescindible en todo este complejo proceso. Sigamos en ello.