Vivimos en un tiempo en que se ha instalado la idea, casi el ideal, de vivir en un presente continuo. Sea por las incertidumbres que arroja el futuro, por la disputa de relatos sobre el pasado, por la aspiración hedonista del “carpe diem”. Sea por lo que sea España tiene una relación compleja y conflictiva con la memoria. Hablar del pasado, dotar de sentido histórico a los acontecimientos contemporáneos, es percibido como elemento de sospecha propio de arcaicos nostálgicos. En España solo hay una acusación pero que la de ser un “nostálgico”. Es ser un “aguafiestas”…
Sin embargo la memoria forma parte de la esencia más propia del ser humano. Gran parte de nuestra especificidad como especie parte de la posibilidad de transmitir conocimiento, aprendizaje, sentimientos o vivencias, de nuestro pasado e incluso de nuestros antepasados, hasta nuestro futuro. Somos más que transmisión genética porque tenemos memoria.
Es curioso que algo tan básico e indiscutible en el ámbito de la persona, de cada persona, sea luego tan discutido y discutible cuando lo llevamos al terreno social y colectivo. Tengo la impresión de que el ejercicio social de la memoria tiene una dimensión política muy relevante, y es por eso por lo que siempre está bajo sospecha. Trascender de la vivencia personal, del aquí y el ahora, es decir, conectarse con el pasado para interpretar el presente y proyectar futuro, supone una forma de generar comunidad, sentido de trascendencia temporal. Ser parte de un legado recibido y saberse destinado a legar algo, implica empatía, sentido del cuidado, de la auto-contención. Concepto alejado del sujeto fragmentado, individualista, del pequeño tirano, funcional al ciudadano deseado por el neoliberalismo, el darwinismo social, por quienes buscan sociedades despiadadas.
En España, además, la sospecha sobre la memoria tiene que ver con la disputa sobre el relato de nuestra historia. Los países se construyen sobre muchos pilares, pero uno es la propia narrativa de país y la propia autoestima como sociedad. En España la amenaza reaccionaria siempre ha pretendido coaccionar la pulsión democrática, liberal y liberadora, desde el miedo. Y episódicamente desde el terror. Instalar la visión fatalista que con lapidaria lucidez sintetizó Jaime Gil de Biedma en su “Apología y petición” con la lapidaria frase “de todas las historias de la Historia, la más triste es la de España porque termina mal”.
La memoria no es la historia. La historia es un narración de sucesos que deben que tener una disciplina académica y un rigor científico. La memoria también parte de experiencias pasadas pero las pasa por el tamiz de la subjetividad y cuando es colectiva, construye por tanto parte del hecho constitutivo de un país. La memoria no debe basarse en la ficción. Pero la memoria no es neutra.
Por eso cuando uno viaja por Francia o por Italia, y comparte encuentros con compañeros/as sindicalistas de estos lugares observa el íntimo vínculo que las personas progresistas ligan a sus constituciones y sus hechos constituyentes. La creación de “narrativas legitimantes” es fundamental para construir países. En Italia o en Francia, se atribuyen el grueso del peso en la liberación de sus respectivos países del yugo del eje nazi-fascista en la II Guerra Mundial. Recordemos el empeño del General De Gaulle en simbolizar que habían sido las fuerzas de la Francia Libre las protagonistas principales en la entrada en París y el resto de ciudades francesas, pese a su carácter secundario en las operaciones a partir del desembarco de Normandía. Quizás este constructo narrativo no sea muy sostenible en términos históricos, pero es de una enorme transcendencia para fundar o refundar una ciudadanía democrática que enraíza en este relato su autoestima de país.
Y de esto nos falta en España. Se perdió la guerra civil, si. Pero fue España el único país que se alzó con sus propios medios, solo con sus propios medios, contra la irrupción del fascismo. Nuestro país fue abandonado a su suerte por las democracias liberales del momento, mientras la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaban indisimuladamente el alzamiento reaccionario.
Abandonados en el 36 y abandonados en el 45. Tras el fin de la II Guerra Mundial otra vez la geopolítica global determinó que el régimen franquista debía aceptarse en el contexto europeo y mundial a costa de dejar en la estacada al exilio español, a los/as demócratas y al pueblo.
Y otra vez sola en mitad de la tierra hubo que construir la resistencia. Sin desembarcos de Normandía ni frentes del Este. Con el sacrificio, la abnegación y la altura de miras para comprender los cambios que se producían en la población española y especialmente en su clase trabajadora tras los Planes de Estabilización de 1959; la generación de un nuevo proletariado urbano paralelo al éxodo del medio rural a unas ciudades donde se desarrollaba una incipiente industrialización, clave a la hora de construir un nuevo sujeto colectivo cuyas ansias de mejorar sus condiciones de vida tenían un enorme potencial transformador. Así se disputó de nuevo la democracia, esa transición con movilizaciones, huelgas, muertos, torturadas, que finalmente nos condujo a una democracia; y que “otra memoria” ha querido instalar como un pacto de élites, una democracia concedida, una constitución otorgada. Y por tanto susceptibles de ser des-concedidas, des-otorgadas. La memoria nunca es neutra.
Felicidades al proyecto de “Las cartas perdidas”, a la salvaguarda de la memoria de ese país que nadie pudo destruir. De esa España que como el árbol talado de Miguel Hernández, retoña mientras tenga la vida.