EL BLOG DE UNAI SORDO

Unai Sordo

Secretario General de CCOO

El trabajo como vertebrador de la sociedad y la democracia

 A Jorge Aragón in memoriam

Paradoja del momento. Las políticas más europeístas, intervencionistas e integradoras de la Unión Europea ante las últimas crisis debieran impulsar la puesta en valor de las políticas sociales y los servicios públicos de atención universal, la relegitimación del espacio público y el interés común como forma de enfrentar los riesgos. Sin embargo, el riesgo de rearme de las opciones reaccionarias y anti-europeístas aparece nítido y más amenazante que nunca en España, Europa y el mundo entero.

Generar anticuerpos ante esta amenaza pasa por sociedades vertebradas, que impulsen un contrato social destinado a proteger a las mayorías sociales y a devolver certidumbres y espacios de seguridad, alejados de su formulación reaccionaria. En este empeño, el sindicalismo confederal es el actor mejor situado en la combinación virtuosa de generar derechos efectivos y hacerlo mediante procesos de empoderamiento colectivo.

En la perspectiva que da el tiempo transcurrido desde la irrupción de la pandemia en nuestras vidas, la respuesta dada a las crisis consecutivas que desde entonces hemos padecido podrían haber tenido algunas consecuencias positivas: un refuerzo del europeísmo; una puesta en valor de las políticas sociales y de los servicios públicos de atención universal; una relegitimación del espacio público y el interés común como forma de enfrentar los riesgos.

Esta percepción benévola podría hacerse más patente teniendo en cuenta la cercanía de la anterior crisis económica –la financiera de 2008 y la de deuda a partir de 2010-11 que fueron preludio de las políticas de austeridad– por el contraste de las políticas emprendidas en uno y otro caso.

Y es que haciendo un somero balance desde marzo de 2020 cuando la actividad civil y económica sufrieran un parón sin precedentes en España, Europa y buena parte del mundo, la acción pública a través de los sistemas sanitarios, la protección del empleo a través de los ERTE o figuras análogas en otros países, la suspensión temporal de las normas fiscales en el seno de la Unión Europea, la puesta en marcha de un fondo económico sufragado con deuda común europea para favorecer las transiciones que ya estaban en marcha, la protección de rentas, o la intervención de mercados para contener precios, sin duda han desplegado las políticas más ambiciosas de las últimas décadas ante crisis profundas e inéditas. Dicho de otra manera, seguro que se podía haber hecho más, pero nunca en las últimas décadas se hizo más que ahora.

Políticas que en una medida u otra han incidido en la vida de las mayorías sociales y que contrastan drásticamente con las propias del austericidio de hace una década. Recordemos: el incremento de las tasas de desempleo, el recorte en prestaciones y servicios públicos, la devaluación salarial o los planes de ajuste a cambio  de rescates financieros… son recuerdos lo suficientemente cercanos como para estar presentes en el imaginario colectivo. El contraste entre la respuesta a una crisis y otra es evidente.

Y sin embargo y pese a ello atravesamos el momento histórico en el que el riesgo de rearme de las opciones reaccionarias y anti-europeístas, aparece como más amenazante que nunca. La llegada al poder de Meloni, la perspectiva de un gobierno en Francia liderado por Le Pen, la deriva de los países del este, y la creciente influencia política de sectores de extrema derecha en la mayor parte de los países europeos, incluido España, aparece ya como un inquietante opción, en el año previo a la renovación del Parlamento Europeo. Además del peso creciente de esta forma de neopopulismo reaccionario materializado en partidos autónomos, su creciente influencia a la hora de marcar agenda política y mediática, y la progresiva colonización discursiva sobre los otros partidos del espectro conservador/liberal, nos deben llevar a una reflexión. ¿Qué está ocurriendo para que se dé un creciente cuestionamiento de los sistemas democráticos hasta el punto que hay quien ve en riesgo la vigencia de las llamadas “democracias liberales”? ¿Por qué en el momento que más imprescindibles se han percibido las políticas de protección pública hay un reflujo reaccionario que también tiene una derivada anarcoliberal en lo económico? Y por último ¿es el mundo del trabajo y el sindicalismo un espacio propicio para afrontar las respuestas a estar preguntas?

Breve descripción del populismo reaccionario de extrema derecha.

Por describir de forma somera, creo que la irrupción de los populismos reaccionarios de extrema derecha en el mundo tienen una relación con el intenso proceso de transformaciones y mutaciones sociales que se está viviendo en las últimas décadas. Estos cambios han provocado entre otras consecuencias un cuestionamiento de muchas de las viejas certezas. Si entendemos como idiosincrasia el conjunto de “rasgos, temperamento, carácter, etc., distintivos y propios de un individuo o de una colectividad”, podríamos decir a modo de imagen visual que vivimos tiempos de “idiosincrasias amenazadas”. Y en esa percepción de amenaza, de inseguridad, de incertidumbres aparece una pugna por ofrecer espacios de certeza. El nuevo reaccionarismo alienta viejas certidumbres, interpretaciones reaccionarias de “instituciones acogedoras” como la familia, la patria o la identidad, entendida desde una perspectiva de homogeneidad simple (racial, afectivo-sexual, etc). En definitiva casi siempre es una apuesta por las viejas jerarquías interpretadas bajo un nuevo libreto de gamberrismo y cierta estética anti-establisment.

Como la finalidad de este número de Gaceta pretende analizar desde múltiples perspectivas y miradas estas derivas iliberales, pero de forma prioritaria el enfoque que desde el mundo del trabajo se puede dar, y la función que el sindicalismo y el trabajo organizado puede ejercer en contrarrestar tan preocupantes tendencias, voy a tratar de describir de forma muy sucinta algunas de esas transformaciones acontecidas o en marcha. Sin más intención que identificar aquellas en las que podemos intervenir de forma más directa.

En primer lugar hay que tener en cuenta las sucesivas crisis económicas que hemos vivido en poco más de una década y media. Desde la quiebra de Lehman Brothers al día de hoy han transcurrido solo 15 años. Las diversas crisis acontecidas han tenido un primer efecto en el deterioro de la vida material de un número apreciable de personas, pero sobre todo, un deterioro de las expectativas de vida de un número muy apreciable de personas, además con un sesgo generacional importante. Buena parte de las personas que estaban en la época de estabilizarse vitalmente han sufrido una caída de perspectivas en su futuro.

En segundo lugar hay otro deterioro, en este de las garantías de los pilares del estado social tan como venían  entendiéndose en las últimas décadas. Las políticas de recorte en la inversión en servicios públicos, las estrategias de privatización paulatina, su gestión deficiente para provocar una creciente segmentación en el acceso a los mismos, de manera que la aspiración de una buena parte de las llamadas clases medias sea poder prescindir de ellos mediante el aseguramiento privado, añaden incertidumbres a la vida de millones de personas. España sigue contando con una buena red pública en materia sanitaria o educativa. Pero el envejecimiento de la población y la insuficiencia de recursos hace que la percepción de calidad y de fiabilidad en la atención esté cayendo de una forma acelerada. Además otras contingencias necesarias para afrontar la vida (los cuidados de forma particular) no están encontrando ni mucho menos, una respuesta suficiente en el espacio público.

A los efectos de lo que aquí tratamos me interesa resaltar la idea del deterioro del servicio público, para recalcar la idea del efecto disolvente sobre la sociedad que provoca que las mayorías sociales no se sientan particularmente concernidas por lo común y por el espacio público.

En tercer lugar en los últimos años hemos vivido una transformación intensa en roles sociales que no hace tanto tiempo aparecían como más nítidos. En función de dos procesos liberadores de primera magnitud. Uno y clave el de las mujeres. El feminismo ha contribuido a modificar la distribución de roles clásicos entre hombres y mujeres, y el nivel de lo tolerable en la relación cotidiana entre sexos. No me extenderé, pero las polémicas sobre las letras de canciones que hoy nos parecen sexistas y nosotros mismos en nuestra biografía y no hace tanto cantábamos sin reparar en esos sexismos, o lo sucedido en la selección de fútbol de mujeres con el “caso Rubiales”, explican lo que quiero decir sin mayor necesidad de extensión. Esta dinámica liberadora y sumamente positiva para una sociedad sana, sin embargo provoca enormes reacciones e inseguridades en millones de hombres. De forma silente al principio, y ahora de forma más descarnada e incluso agresiva el reaccionarismo contemporáneo tiene en la lucha por la liberación feminista uno de sus principales caballos de batalla pero también, más veces de las que parece, un factor que cataliza el malestar ante las transformaciones de los roles nítidos (y ventajosos) de antaño. La liberación afectivo-sexual en cierto modo también contribuye a perfilar un mundo distinto, donde las viejas homogeneidades han dado paso a una sociedad mucho mas diversa y compleja. Muchas de las viejas jerarquías están en cuestión, y no ha habido mayor gasolina para los motores reaccionarios que el cuestionamiento de jerarquías, roles, posiciones de dominación cuestionadas.

Y si se me apura, y aunque pueda parecer un argumento un poco cogido con pinzas, hay otra serie de transformaciones que también están incidiendo en esa sensación de idiosincrasia amenazada donde la brecha digital, los episodios de desindustrialización, o la diferente velocidad en que los entornos urbanos y rurales acometen los procesos de modernización, ayudan a configurar ese crisol de incertidumbres que actúan como caldo de cultivo para la añoranza de viejas certezas perdidas.

¿Batalla cultural o material?

A diferencia de otros momentos históricos, el actual reaccionarismo no toma la forma de partidos o movimientos fuertes, como el fascismo o el nazismo, ni siquiera parte de una cosmovisión del mundo (en todo caso de apelaciones genéricas a referencias identitarias formuladas en términos toscos o garrulos). Es más bien una respuesta consistente en ofrecer “enclaves seguros” a la sucesión de amenazas que se yuxtaponen en el ciudadano medio, expresados en clave reaccionaria. Pero en contra de lo que habitualmente se afirma yo no creo que esta oferta de enclaves reaccionarios sea estricta ni principalmente una batalla cultural, una pugna de narrativas. Me explico.

Hay todo un proceso de ingeniería social previo tras décadas de ideología neoliberal pugnando por modificar los sentidos comunes de época, pero acompañado y precedido de un proceso de deterioro del vínculo de la ciudadanía con lo común. Para buena parte de la población, la gestión de las cosas comunes no tienen demasiada importancia porque no esperan gran cosa, no se siente particularmente concernida por lo colectivo. Es en ese contexto previo de ciudadanía desvertebrada donde las denominadas batallas culturales, de relato o de narrativa, las formas más o menos reaccionarias de identidad, o el bombardeo cotidiano con temores atávicos en tiempos de incertidumbre con el fin de agrandar la paranoia securitaria desde la que germine la reacción, aparecen como una opción más eficaz (perversamente eficaz, podría decirse).

En una encuesta que realizó El País, antes a las últimas elecciones autonómicas y municipales en la Comunidad de Madrid y en el País Valenciano, todos los análisis se refirieron a los resultados que tales encuestas arrojaban, como es normal. Me pareció significativa otra tabla que aparecía en la que se reflejaba el grado de preocupación por distintos asuntos que mostraban las personas encuestadas. Llamaba la atención que entre el electorado del PP en Madrid se mostrase menos preocupación por cuestiones como las “desigualdades sociales y la pobreza”“la sanidad y otros servicios públicos” o “el cambio climático”, que la que mostraban por esos mismos temas los votantes de VOX en la Comunidad Valenciana. Pero sobre todo llamaba la atención que a los encuestados que se declaraban votantes del PP en Madrid prácticamente… no les preocupaba nada. Al menos no les preocupaba nada en exceso; ningún porcentaje que supere “el 50% de preocupación” en nada que no fuera “la inflación y el coste de la vida” y –por poquito– en el genérico epígrafe de “la economía”.  

Yo creo que ese contexto, que ese concepto de ciudadanía des-vinculada, des-concernida, des-protegida por lo común (o que se auto-percibe así), es fundamental para entender cómo contrarrestar el riesgo reaccionario que se abre paso en el mundo. Pensar que se trata solo de una pugna de narrativas, me parece que es empezar a jugar un partido con el resultado perdido.

Porque en contra de lo que se afirma con demasiada rotundidad, no es solo ni principalmente el dominio de los espacios (mediáticos) para configurar agenda, preocupación y derivas securitarias, lo que alimenta y preludia el riesgo reaccionario, sino que previamente se han deteriorado, con políticas reales, los vínculos comunes. No hay disputa social en estos tiempos sin pugna de narrativas, pero no hay disputa social con alguna posibilidad de victoria progresista, solo con pugnas narrativas.

Histórico papel de CCOO en la lucha por la democracia.

Los tiempos históricos son siempre distintos. Se atribuye a Mark Twain la frase de que “la historia no se repite, pero rima”. Y aunque poco paralelismo se puede establecer entre los procesos que hicieron surgir los totalitarismos de extrema derecha del pasado siglo y la actual situación, si conviene recordar alguna cosa. Al menos tres.

La primera es que estos movimientos totalitarios surgieron en contextos de dificultades económicas que no eran capaces de reconducirse por las vías políticas convencionales, incrementando el malestar social, la desigualdad y la perdida de expectativas en el futuro.

La segunda que estos movimientos que aparecían como disruptores, contra-sistema y que abominaban de la política, fueron fuertemente impulsados desde el poder económico o al menos una parte del poder económico. Hoy ya es históricamente indiscutido que tras el ascenso al poder de Hitler había una surtida nómina de financiadores del nazismo donde figuraban buena parte de las mayores empresas, terratenientes e industrias alemanas e insignes personalidades pertenecientes a sus consejos de administración.

De igual manera el fascismo italiano contó con el impulso de terratenientes, latifundistas y líderes empresariales, que contemplaban con horror el peso que adquiría el sindicalismo agrario. En general la reacción ante cualquier episodio de empoderamiento de la clase trabajadora, ha generado respuestas en los márgenes del sistema y de los derechos humanos de forma recurrente a lo largo de la historia.

Ligado a esto, la tercera es precisamente su aversión a los sindicatos, a la organización autónoma de la clase trabajadora. Es una constante entre los totalitarismos, aunque, como en el caso del nazi-fascismo o el franquismo, pretendieran tener un discurso nacional-paternalista sobre los “productores” de sus países.

La génesis de Comisiones Obreras se explica en el contexto de la lucha anti-franquista, tras el genocidio perpetrado en la guerra civil y los años posteriores, con la eliminación sistemática de la población articulada sindical y políticamente en el sindicalismo de clase y los partidos de izquierda. Entre las muchas lecturas que se pueden hacer del papel del sindicalismo español que surgió en la clandestinidad de la larga noche del franquismo hay una que me parece particularmente útil. El hecho de que aquel incipiente movimiento sindical de nuevo tipo fue un elemento de desestabilización de la dictadura en la medida que fue capaz de interpretar los cambios que se estaba dando en la estructura social española.

Tras los planes de estabilización del año 59 y a lo largo de la década posterior se desarrolló en España un proceso de industrialización que conllevó un intenso movimiento migratorio, el surgimiento de una clase trabajadora industrial, y un acceso paulatino a bienes de consumo. Estas modificaciones sociales, que conllevaban una nueva expresión del conflicto capital-trabajo y las ansias de mejorar los estándares de vida de las generaciones que no habían vivido en primera persona el trauma de la guerra civil, generaron una secuencia de reivindicaciones materiales. El franquismo desplegó una legislación incipiente que pretendía canalizar desde el propio régimen esa nueva realidad, desde aquella visión a la vez paternalista, autoritaria y represora tan propia. Y sin embargo aquellas Comisiones Obreras fueron el elemento de distorsión capaz de canalizar los anhelos de “vivir mejor”, enfrentarlos a las estrechas costuras de la dictadura, y construir aquel híbrido en el que la reivindicación de las condiciones materiales de vida terminaban por ser reivindicaciones por la libertad, la democracia, y los derechos laborales, sindicales y políticos. La movilización de una parte relevante de la clase trabajadora española en los estertores del franquismo y en los años de la transición fue una variable importante para explicar la llegada de la democracia y los términos del pacto constituyente en lo que tiene que ver con el armazón constitucional de los derechos laborales y sindicales, donde se logró un modelo avanzado en el reconocimiento del papel de las organizaciones de personas trabajadoras, en el modelo de relaciones laborales, e incluso en el potencial constitucional de políticas sociales de marcado cariz socialista.

Vacuna a la reacción. Construcción de un pacto social desde el empoderamiento democrático.

Los conflictos bélicos y económicos desatados en este último periodo no debieran eclipsar la pugna de fondo que también se está dando en las sociedades contemporáneas. Es por el modelo de reconstrucción de las clases medias que sufrieron un fuerte impacto desde la crisis financiera de 2008. En esa reedición del claroscuro gramsciano y entre los monstruos contemporáneos, aparecen destacados las nuevas formas de reaccionarismo de extrema derecha, pero no podemos olvidar sus vínculos políticos con la opción que podríamos llamar “renovación neoliberal”, por la vía de una sociedad despiadada. Es decir, aquí lo que se está dirimiendo no es solo el peso específico que las opciones políticas reaccionarias juegan en las sociedades, sino su tipo de relación con las propuestas liberal-conservadoras. Tanto en términos de influencia institucional, como en términos de capacidad para “contaminar” la práctica y la narrativa política del llamado centro-derecha.

Hablo de la pugna por el modelo de recomposición de las llamadas clases medias. Esto lleva a una pregunta ¿Se quieren recomponer las clases medias? ¿O tenemos una derecha tan asilvestrada que asume una sociedad dualizada, fragmentada y con desigualdades crecientes?. En mi opinión, la respuesta es que si. Se quieren recomponer las clases medias y eso no es óbice para que una parte muy relevante de la derecha económica, política y mediática aspire a esa sociedad despiadada. Sería ingenuo y maniqueo pensar que solo el sindicalismo y la izquierda lo pretenden. Trato de explicarme.

El sistema capitalista aspira a la auto-reproducción y tiene problemas para afrontar la contradicción de que el neoliberalismo genera mayores cotas de desigualdad, pero a la vez –cuando ésta “se pasa de frenada”– genera crisis recurrentes en gran medida provocadas por las burbujas especulativo-financieras.

En las últimas décadas esta contradicción “se resolvió” mediante el recurso creciente al sobreendeudamiento que, a modo de dopaje, sostuvo una ficticia exuberancia de la demanda solvente compatible con el proceso de disminución del peso de los salarios en la renta nacional. El funcionamiento de este mecanismo lo comprobamos en España desde mediados de los 90 hasta 2008 asociado al incremento de precios de una bien colateral como fue la vivienda. Además debido a la irrupción en las economías emergentes, particularmente China, se ha creado un importante volumen de “clases medias” en esos países, a la vez que se han adelgazando las de Europa.

Recomponer un contrato social pasa por vertebrar socialmente nuestros países desde esta situación de partida. Una fiscalidad renovada es eje de bóveda para lograrlo. Reforzar los sistemas de servicios públicos “clásicos” como la educación, la sanidad, las citadas pensiones; pero además añadir otros como la atención a las situaciones de dependencia o la enseñanza asumida como procesos de aprendizaje permanente que se extenderán a lo largo de toda la vida, o el derecho a la vivienda. Se tiene que abrir paso el debate sobre las rentas mínimas garantizadas donde el ingreso mínimo vital es un embrión cualitativamente importante pero de protección limitada.

Pero no va a faltar la opción alternativa para fortalecer “espacios de bienestar segmentados” por la vía de la segregación, el individualismo y la provisión privada de esos ítems de bienestar. Deteriorar los servicios públicos como paso previo a su deslegitimación social y sustitución por la intervención del mercado es una práctica más que conocida.

Cómo se va a relacionar políticamente esta opción de “renovación neoliberal” con la reaccionaria es una clave de futuro importante. En España la simbiosis se ha dado de manera inmediata, en contraste por ejemplo con un país como Alemania. Una de las grandes incógnitas sobre la configuración del próximo parlamento europeo es como se va a mover el grupo que ahora es mayoritario en la cámara (el PPE), respecto a las opciones de extrema derecha, nacionalistas y/o eurófobas.

La extrema derecha contribuirá en términos generales a un modelo social que otorgue certezas basadas en interpretaciones reaccionarias de espacios de seguridad, (la familia, la nación, la clase, la homogeneidad), y que podrá ser compatible con la derecha liberal-conservadora, en la medida en que no cuestione las jerarquías económicas. Con que “mixtura” se dé ese encuentro estará relacionada con la correlación de fuerzas y la voluntad polí

Solo dos notas finales. La primera: la pugna por recomponer el contrato social no se debe sustanciar en claves que tengan  que ver únicamente con modelos económicos; requiere de una profunda batalla cultural y de las ideas, de manera que la disputa por la centralidad y los sentidos comunes que arraigan en la sociedad son decisivos para anclar socialmente los términos y legitimidades de tal contrato.

La segunda: la política neoliberal impulsada en las últimas cuatro décadas ha sido profundamente performativa. Ha huido de la mera gestión administrativa para tratar de hacer políticas (muchas veces camufladas como neutras o técnicas) encaminadas a modificar la mentalidad y las conciencias de la mayoría social. Modificar el marco de lo deseable por las mayorías sociales.

El papel del sindicalismo

Hoy el sindicalismo sigue teniendo un papel determinante como antídoto ante los riesgos reaccionarios. Y esto es así porque pese a todas las dificultades y las profundas mutaciones producidas en la sociedad, la economía y la empresa, seguimos siendo las organizaciones que mejor combinan dos factores sumatorios claves para construir sociedad y progreso.

Por un lado la capacidad representativa para contribuir a desplegar modelos sociales. Por otro, la capacidad organizativa para hacerlo desde una vertebración de la sociedad y no solo como un forma de representación clientelar de los potenciales beneficiarios de la acción sindical (entendiendo la palabra clientelar en el sentido más legítimo que pueda tener). No siendo un sindicato solo para la clase trabajadora (que representa a la clase), sino un sindicato de la clase trabajadora (que organiza a la clase).

Esta afirmación del último párrafo conlleva dos reflexiones asociadas. Una es que el sindicato no puede transitar en solitario ninguno de esos dos caminos. Para la construcción de un pacto social que dé certidumbres se requiere de la implicación decidida de las instituciones y las orientaciones de la acción de los gobiernos, cuestión esta que trasciende ya del ámbito del estado-nación.

La otra reflexión es que la vertebración social lograda a través del sindicalismo sigue siendo imprescindible, pero no puede ser única ni impermeable en una sociedad diversa y donde el trabajo no puede ser un elemento aglutinante tan decisivo como lo era en la uniformidad industrial fordista. Hoy la construcción social de identidades colectivas se sustancia en causas de una potencia transformadora enorme pero con formas organizativas diversas, a veces difusas y a veces débiles o irregulares. Por poner el ejemplo más obvio, el sindicalismo hoy tiene que incorporar la visión feminista a la acción sindical y esto puede y debe tener un potencial enorme, pero incluso desplegando todo ese potencial, el feminismo alude a muchas más cuestiones que las que el sindicato puede abarcar.

Partimos de que hoy las opciones políticas reaccionarias amenazan el armazón de libertades públicas y consensos democráticos y sobre los derechos humanos. Generar anticuerpos ante esa amenaza pasa por sociedades vertebradas, que impulsen un contrato social destinado a proteger a las mayorías sociales y a devolver certidumbres y espacios de seguridad, alejados obviamente de su formulación reaccionaria.

En ese empeño el sindicalismo confederal es el actor mejor situado en la combinación virtuosa de generar derechos efectivos, y hacerlo mediante procesos de empoderamiento colectivo.

Reitero la actualización natural de nuestra génesis y nuestra historia. El sindicalismo, al menos el que aspira a encarnar CCOO, es sociopolítico sin ninguna veleidad partidaria ni pretendiendo asumir funciones que no le corresponden. O que en todo caso le corresponden desde la corresponsabilidad con el marco institucional. Por tanto ni se le puede exigir ni debemos aspirar a suplir las carencias que pudieran apreciarse en un momento de crisis de todos los espacios de mediación democrática.

Sin embargo la acción sindical que va más allá del mero corporativismo, es un factor de agregación de intereses y de representación de la heterogeneidad de la clase trabajadora, imprescindible para mantener sociedades democráticas y oponerse al riesgo reaccionario que recorre el mundo.

Unai Sordo

Secretario General de CCOO