Hace una década España emprendía el camino de la devaluación interna. Las políticas contra la crisis mundial del 2008 que se definieron a partir de mayo de 2010 y en los años sucesivos, se caracterizaron por un agresivo paquete de medidas de recorte de gasto público, determinadas subidas de impuestos y reformas antisociales, que provocaron al menos dos tipos de consecuencia.
Una, de índole socioeconómico. Aumentó la desigualdad, disminuyeron los salarios, empeoró la calidad de los servicios públicos. Una parte muy importante de la sociedad española vio mermado su nivel de vida de una forma importante. Precariedad, inseguridad vital, ruptura de expectativas vitales.
Otra de índole socio-política. El paquete de medidas citado se justificó dentro de las condiciones que “Europa” le imponía a España para rescatar el sistema financiero y con él la economía. Instancias externas (una nebulosa Troyka, Bruselas, los “hombres de negro”…), saltaban las preferencias democráticas que pudiera tener nuestro país para imponer una agenda antisocial.
La combinación de ambos factores (ni mucho menos exclusivos de España), conllevó una segunda recesión por un lado, y una crisis social y política sin precedentes. Una buena parte de la sociedad española impugnó el sistema institucional y las instancias de mediación democrática.
Por eso resultaría chocante, y yo diría peligroso, si se volviera a instalar la idea de que a España se le están exigiendo, a cambio de los fondos de reconstrucción europeos, una condicionalidad consistente en no modificar las reformas que se hicieron entre 2010 y 2015
Las consecuencias tuvieron expresiones muy distintas: en nuestro país esa crisis multifacética explica el surgimiento del movimiento 15-M, los cambios en la composición del sistema de partidos, y es uno de los factores que explican -en una parte cuya proporción seguro que es discutible- el vigor del movimiento secesionista catalán.
En otros países las respuestas han sido variadas. Muchos de los partidos clásicos del consenso de la posguerra mundial se han visto desbordados (Francia, Italia o Grecia sin ir más lejos). En otros, sin desaparecer las estructuras clásicas, se han visto lideradas por tipos “heterodoxos”, tipo Trump o Boris Johnson.
Hay otra consecuencia que emerge, ésta como un peligro democrático de primer orden. La irrupción de fuerzas reaccionarias, de carácter nacionalpopulista de derecha, que han llegado a gobernar algunos de los principales países del mundo, como Brasil o Estados Unidos, y que flirtean con un fascismo 4.0 del que algunos se sorprenden cínicamente al ver la dimensión del monstruo (versión USA, un tanto esperpéntica, es cierto) asaltando el Capitolio.
Tengo la sensación de que impulsar políticas que incidan en agrandar las brechas de desigualdad en la base material de nuestra sociedad, añadidas a una percepción de nueva intromisión externa para decidirlas, podrían tener efectos sociales y políticos demoledores
Sirva esta reflexión para contrastar lo que se hizo entonces, con las actuales políticas económicas con las que se ha hecho frente a la crisis provocada por la pandemia de la COVID-19. La respuesta en la Unión Europea y en España está en las antípodas de las de 2010. Por ahora.
El esfuerzo de recursos públicos para mantener empleos, empresas y rentas, tiene pocos precedentes (de hecho nunca en España el empleo cayó menos de lo que cayó la economía), y la respuesta europea es cualitativamente muy distinta. Con todo, los resultados no son óptimos. Se ha incrementado el paro, ha caído la renta de millones de personas y vivimos una incertidumbre que no es solo económica sino muy relacionada con la excepcionalidad vivida en 2020. Sería tan torpe no ver estas limitaciones en nuestros sistemas de protección social o en la gestión de los recursos públicos, como injusto no reconocer el cambio entre las políticas de austeridad y las actuales.
Por eso resultaría chocante, y yo diría peligroso, si se volviera a instalar la idea de que a España se le está exigiendo, a cambio de los fondos de reconstrucción europeos, una condicionalidad consistente en no modificar las reformas que se hicieron entre 2010 y 2015.
Incidir en la desigualdad, la precariedad, la incertidumbre vital… y hacerlo desde una supuesta intervención externa, solo puede conducir al desapego de la mayoría social al hecho político y al vínculo social.
Podría acariciarse en algunas instancias, la idea de generar una cierta “doctrina del shock”, consistente en mezclar el vértigo por la crisis económica que nos va a dejar la COVID más la supuesta presión europea, para mantener intacto el cuadro de reformas -profundamente ideológicas- promovidas en la anterior fase. Cuidado con las cajas de Pandora.
Tengo la sensación de que impulsar políticas que incidan en agrandar las brechas de desigualdad en la base material de nuestra sociedad, añadidas a una percepción de nueva intromisión externa para decidirlas, podrían tener efectos sociales y políticos demoledores. Para las izquierdas en plural, un golpe de gracia. Para la opción de las derechas españolas, una oportunidad que además refuerce la parte más anti-política y reaccionaria que obviamente anida en VOX, pero a la que no es ajena un segmento del Partido Popular liderado por el fanatismo de su organización en Madrid.
Nuestro país se merece que se le trate como se trata a una persona adulta. Y uno de los mimbres para ese propósito, España lo tiene en la madurez de las organizaciones representativas de trabajadoras/es y empresas. Lo hemos demostrado en esta pandemia, donde el diálogo social ha permanecido lejos de la crispación y la polarización política. No necesitamos sobre-actuación alguna respecto a los márgenes que supuestamente nos impone nadie.
Sí, es cierto: antes o después en la Unión Europea se planteará retomar los raíles macroeconómicos del PEC (Pacto de Estabilidad y Crecimiento) con unas exigencias sobre déficit y deuda pública, imposibles de alcanzar tras la catástrofe de la pandemia. O vamos preparando una hoja de ruta fiscal para mejorar nuestra recaudación (que está muy por debajo de la media de la UE), o llegarán fases agudas de recorte y pediremos voluntarios para atender los servicios públicos…
Sí, es cierto: la llegada de los fondos del NGUE por importe de 140.000 millones en los próximos seis años, claro que no va a ser incondicionada. Pero las condiciones no son las que se dicen que son. Las recomendaciones por países que se establecieron para España en el semestre europeo tanto para 2019 como para 2020 -ya con la pandemia en pleno apogeo-, no dicen nada de mantener intactas la reforma laboral de 2012 o la de pensiones de 2013.
Más bien al contrario, se refieren machaconamente a la precariedad laboral de nuestro país. Hablan de dualidad y segmentación de nuestro mercado laboral, que es un eufemismo para referirse a los problemas que todos compartimos que están ahí, pero para los que hay discrepancia en cuanto a las soluciones a adoptar. Y sobre las que tenemos que discutir y negociar . En el Gobierno, en el Parlamento, en las mesas de diálogo social. Pero no buscar un chivo externo determinista, que nos deja sin margen e instala la idea de que todo da igual, y nada vale para nada.
Tampoco hablan esas recomendaciones de recortar de una manera u otra las pensiones. Dice literalmente que “el hecho de que los incrementos de las pensiones se sigan vinculando a la inflación y el aplazamiento del factor de sostenibilidad requerirían medidas compensatorias para asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones a medio y largo plazo. Además, se necesitarían medidas para abordar tanto la cuestión de la adecuación de los ingresos de los futuros jubilados… como la de la duración y la integridad de sus carreras laborales en un contexto de alto desempleo y de uso generalizado de contratos temporales y a tiempo parcial”. Obvio, si hay más gasto como va a haber (más pensionistas, que cobrarán pensiones de mayor cuantía y durante más tiempo), adecúa como lo vas a pagar en el medio y en el largo plazo.
España tiene la oportunidad de recomponer un contrato social empleando el acelerador económico de los recursos europeos, con una política fiscal corresponsable y con la agenda de reformas necesaria para un país más inclusivo, menos precario, más productivo, y que afronte la necesidad de protegernos ante contingencias colectivas desde la solidaridad compartida.
Incidir en la desigualdad, la precariedad, la incertidumbre vital… y hacerlo desde una supuesta intervención externa, solo puede conducir al desapego de la mayoría social al hecho político y al vínculo social. Y un país progresista, y que quiera seguir siendo mayoritariamente progresista, no puede abrir esa puerta a un proyecto casi antropológico que hoy intentan poner en pie las nuevas derechas.