TENNESSE 2024
Douglas volvió a maldecir su trabajo. Se había sentado en la taza del wáter apenas unos segundos y su pulsera empezó a emitir ese puñetero bip-bip que llevaba un año taladrándole el cerebro. Llevaba apenas dos minutos encerrado en el baño del enorme almacén de distribución donde trabajaba. Estaba agotado, no podía más.
Trabajaba en aquel gigantesco edificio de las afueras de Nashville (Tennesse) destinado a distribuir productos en varios estados de la zona sudcentral de Estados Unidos (Missouri, Kentucky, Mississippi, Alabama, Kansas, Arkansas, Oklahoma) desde hacía un año, dos meses y tres días y le parecía una eternidad. Agitó el brazo y el bip-bip se apagó, pero Douglas no se engañaba, sabía que eso solo le daba un respiro de tan solo trece segundos. Era el tiempo máximo que admitía la maldita pulserita en modo descanso. Cuando le contrataron, le obligaron a que firmara una cláusula que especificaba que llevar esa pulsera no suponía ninguna limitación de sus libertades individuales.
El gobernador de Tennesse, un tipo repugnante que nunca se quitaba de la cabeza el sombrero tejano que cubría su grasiento pelo, se jactaba de que su Estado era uno de los veintisiete estados free unions (libres de sindicatos) de Estados Unidos
La legislación de Tennesse, bajo la excusa de la utilización de tecnologías que facilitaran la organización del trabajo, permitía “el control, por parte del empresario, del correcto cumplimiento de las tareas recogidas en el contrato de trabajo”. Esa cláusula era la causa de la desesperación de Douglas. Nunca pudo preguntar al sindicato por su legalidad, en aquella planta del gigante mundial de la distribución no había ninguna representación sindical. Una antigualla, decían.
El estado de Tennessee nunca firmó los convenios sobre trabajo forzoso, derecho de negociación colectiva o libertad sindical y protección del derecho de sindicación, alguno de los convenios básicos de la OIT, una vieja y burocrática organización internacional que había sido creada hacía 105 años.
Según se recogía en el papel que le hicieron firmar, el “grillete” permitía que los empleados localizaran los productos de cada pedido.
El gobernador de Tennesse, un tipo repugnante que nunca se quitaba de la cabeza el sombrero tejano que cubría su grasiento pelo, se jactaba de que su Estado era uno de los veintisiete estados free unions (libres de sindicatos) de Estados Unidos donde no se reconoce el derecho a la huelga y se dificulta la afiliación de los trabajadores a los sindicatos y la negociación colectiva.
Esta era la razón por la cual la empresa donde trabajaba Douglas había podido implantar la pulsera inalámbrica que monitorizaba al instante los movimientos de todos los trabajadores.
El “grillete”, como lo llamaban Douglas y sus compañeros, era un moderno dispositivo tecnológico que, a través de ultrasonidos y emisiones de radio, era capaz de identificar el lugar exacto de las manos de los trabajadores dentro de las inmensas naves que contienen todos esos productos que los consumidores estamos demandando continuamente.
Según se recogía en el papel que le hicieron firmar, el “grillete” permitía que los empleados localizaran los productos de cada pedido. El contrato decía exactamente: “El objetivo es simplificar las tareas que consumen mucho tiempo, como responder a los pedidos y empaquetarlos para una entrega rápida”.
En la práctica era como si tuviera un Gran Hermano pegado a su chepa, un Gran Hermano con el que no podía discutir, al que no podía enfrentarse, ni insultarle, que solo le indicaba con un molesto bip-bip cuando su brazo se había detenido en la misma posición más de trece segundos. Un tiempo que a juicio de la empresa significaba un nivel intolerable de absentismo. Trece segundos era el intervalo de paz que tenía Douglas en su jornada laboral diaria de diez horas, seis días a la semana, cincuenta sema- nas al año. En el año 2024 no había sindicatos en Tennessee.
El único acto de rebeldía permitido era, cuando los trabajadores querían tomarse un descanso de más de trece segundos, levantar el brazo y agitar el “grillete”. Se trataba de una imagen esperpéntica, ver como las compañeras y compañeros de Douglas alzaban y zarandeaban los brazos donde tenían colocada la pulsera, como si padecieran alguna extraña enfermedad epiléptica o estuvieran poseídos por un focalizado y siniestro baile de San Vito.
Una vez más, Douglas pensó arrancarse la pulsera, pero, una vez más, se acordó de su hermana. Ella, que había sido quien le había buscado este trabajo, un día no pudo más y rompió la pulsera. Las alarmas de la nave esta- llaron mientras del primer piso bajaron cuatro guardias de seguridad ataviados como Robocops. Se la llevaron. Nadie hizo nada por ella, no había sindicatos en Tennessee.
Ahora Madeleine, la hermana de Douglas, malvivía de los cupones de comida del Ayuntamiento de Nashville, y de la exigua renta mínima del Estado, tan mínima que apenas alcanzaba los trescientos dólares.
Madelaine, igual que Douglas, igual que todos sus compañeros y compañeras, había firmado en su contrato un “acuerdo de no conflictividad” en el que se estipulaba que el empleado no podía trabajar durante dos años en ninguna otra empresa si era despedido por una causa grave.
En el año 2024 en Tennesse romper el “grillete” era considerado como una falta grave, al igual que antes de la guerra de Secesión. Aunque ahora no les azotaban.