Recientemente varios miembros de la Ejecutiva de CCOO presentaban un documento con una batería de propuestas para presentar a los partidos políticos que concurren a las próximas elecciones generales. La puesta en escena contaba con el Secretario General, y las personas responsables de las principales aéreas propositivas de la organización. Dos mujeres y dos hombres que desgranaron medidas de calado y algunas con potencial “tirón” mediático (un tercer año en la prestación de desempleo, lo referido al Salario Mínimo Interprofesional o una renta mínima para las personas con menos recursos).
La difusión pública del evento fue bastante limitada, y llueve sobre mojado. Habrá quien lo achaque a un mensaje poco atractivo, a la escasa originalidad de las propuestas, a la recurrente obsolescencia del hecho sindical… La razón me parece más simple que todo eso: no se informa porque no se quiere informar. Porque hay una voluntad preestablecida en las empresas de comunicación de no otorgar dimensión propositiva al hecho sindical.
Quien lea esto sabe perfectamente que esas propuestas, dichas exactamente igual, con las mismas palabras, el mismo tono y el mismo formato hubieran abierto informativos si las presenta cualquier representante político, y en según el medio unos cualquiera más cualquiera que otros…
No está pensada esta reflexión para quejarse del tratamiento mediático de la realidad sindical en España (habría algunos matices que añadir en las distintas realidades territoriales), pues existen otras formas más productivas de perder el tiempo. Sí para valorar que este ninguneo no es una cuestión anecdótica sino un reflejo palpable de una voluntad de hondo calado: la castración del hecho sindical entendido como la organización de trabajadores/as para, de forma agregada y con dimensión sociopolítica, influir en cómo se determinan sus condiciones de trabajo y la distribución de la producción de ese trabajo.
Normalmente simplificamos y hablamos de una campaña de ataque a los sindicatos, de deslegitimación de los sindicatos, etc. No es muy preciso el concepto. El agredido no es el sindicalismo en abstracto, sino aquel que busca (en palabras de Antonio Baylos) una construcción multiescalar del sindicato, aquel que articula respuestas desde el centro de trabajo a los espacios sectoriales, intersectoriales y globales.
Forzando el término bayloriano, el sindicalismo monoescalar no se desprecia pues se considera necesario como sujeto adaptativo a los cambios en las empresas, bien para abordar las consecuencias de la inestabilidad de la demanda, o como interlocutor antes las mutaciones productivas que cada vez con más rapidez se sucederán en empresas y sectores. Renunciar a cualquier interlocución con algún elemento de representación de los recursos humanos, dificultaría las transiciones, o fomentaría asamblearismos desordenados.
Para ese ejercicio de corporativismo, incluso podría valer un sindicato general, si renunciase a jugar ese papel de agregador de intereses organizados, que aspira a ser el sindicalismo de clase. De hecho el corporativismo múltiple es un riesgo inercial que acecha a cualquier organización sindical. No es lo mismo agregar intereses, que poner la marca a intereses adyacentes.
Desde esta perspectiva se entienden mejor muchas de las reformas, decretos, prácticas de hecho, titulares y lugares comunes que en los últimos años se han vertido sobre el hecho sindical.
Como ejemplos, la devaluación salarial no se ha intentado desde una negociación abierta, que incluso se podía presumir desequilibrada por la pinza “patronal-Gobierno con mayoría absoluta” y de alto riesgo para los sindicatos. No. Se ha hecho desde la voluntad de desvertebrar la negociación colectiva, menguando el valor de lo pactado colectivamente; situando la negociación en la empresa como ámbito preferente donde se puede pactar a la baja; aumentando la capacidad autoritaria empresarial; menoscabando la autonomía de las partes; des-sindicalizando la representación de las plantillas (reforma del 2012 pero también del 2010 con las comisiones ad hoc que podían negociar en las empresas, sin ninguna mediación sindical). Una especie de balcanización del modelo laboral como forma de desintegrarlo en fragmentos no relacionados entre sí.
De igual manera el papel de interlocución como agentes sociales se ha diluido, aunque formalmente casi todos los gobiernos digan apostar por él. De nuevo la devaluación interna se hace desde la unilateralidad y el incremento del autoritarismo, en este caso legislativo. Es cierto que los márgenes que dejó el fuego cruzado de los pactos de estabilidad, los objetivos de déficit y la amenaza de estrangulamiento financiero que hemos vivido estos años, hacían prácticamente inviable cualquier acuerdo sin un serio menoscabo para el sindicato ante sus representados. Pero la voluntad de “despolitizar” la acción sindical ha sido palpable.
Como último ejemplo, la recurrente cantinela sobre la financiación sindical, los recursos sindicales, los créditos horarios o los liberados. Para “máquina del fango” la que han sufrido las y los sindicalistas de este país, a veces desde posiciones ideológicas antagónicas entre sí. Aunque algunos no se enteren, lo que subyace detrás del “que vivan de sus cuotas” o “si quieren hacer sindicalismo, que lo hagan en sus horas libres”, es construir un sindicato como sujeto privado y por tanto como productor de normas contractuales entre y para los que deciden “enrolarse” en organizaciones sindicales o patronales. Es decir, el sueño húmedo de cualquier liberal o neoliberal un poco formado.
El sindicato es un sujeto de afiliación voluntaria y evidentemente no es una institución pública. Pero es una organización a la que se encomienda legalmente una función de dimensión social, y en algunos aspectos, digamos pseudo-pública, capacitada para co-generar normas de aplicación general.
Que nadie se engañe. No es estrictamente un afán persecutorio contra el sindicato o las y los sindicalistas. Es el intento de llevar al cajón de la historia la organización colectiva del mundo del trabajo como sujeto de intervención socio-político.