Vivimos un tiempo en el que la confluencia del proceso de globalización e integración de áreas económicas del mundo, con la aplicación tecnológica y la digitalización de procesos productivos, genera importantes tensiones en el modelo socio-laboral europeo.
Tensiones producto de los cambios de velocidad creciente que acelera las transformaciones en los modelos de negocio, gestión de empresas, organización de la producción, y mutaciones en el empleo.
En general los cambios tecnológicos producen efectos múltiples, y no puedan interpretarse al margen de las relaciones de poder. No son un factor exclusivamente técnico o aséptico, sino que tienen relación con opciones políticas y económicas. Tampoco su impacto es homogéneo en las sociedades.
Sí podemos afirmar de forma genérica que las revoluciones tecnológicas, y la digitalización lo es, supone un incremento en la productividad de la economía; que supondrá la extinción o modificación en profundidad de muchas profesiones, y conllevará pérdida de empleos que será compensada (o no) por la aparición de otros; que existe un riesgo cierto de que aumente la polarización y desigualdad social; que la gestión de la información y la hiperconectividad que posibilita la digitalización dificulta el marco regulatorio socio-laboral clásico en el que se basaba el Estado de Bienestar, acompañado por procesos (que vienen de lejos) de externalización de riesgos empresariales y de crisis fiscal producto de la asimetría entre los agentes económicos y los político-democráticos.
De estas afirmaciones genéricas podemos extraer tres tipos de cambios que a su vez van definiendo algunos de los retos que tenemos por delante. Algunas normas e instituciones laborales clásicas van a verse cuestionadas e incluso a perder vigencia. El concepto centro de trabajo, tiempo de trabajo, movilidad laboral o incluso contratación y despido, tienen poco que ver ya, en numerosas actividades, con los conceptos más o menos clásicos. La opción de la desregulación y por tanto la precarización del empleo y de la vida, es un riesgo que hay que afrontar desde ya porque forma parte del día a día de muchas personas trabajadoras. Ante esta situación hay que renovar las formas de regulación colectiva vinculadas a la negociación y el convenio colectivo, que habitualmente se limitaban a reproducir fórmulas a veces obsoletas. En ese terreno se van dando pasos en materias relacionadas con el tiempo de trabajo o la desconexión digital. La negación de la relación laboral que se da utilizando la revolución digital como coartada para externalizar riesgos a través, por ejemplo, de falso trabajo autónomo ligado a plataformas, de momento se aborda desde la acción judicial y punitiva.
El efecto de la automatización del proceso productivo y su impacto en la aparición y desaparición de puestos de trabajo es otro elemento clave. Según algunos estudios las profesiones candidatas a ser automatizadas totalmente son porcentualmente pocas, en torno al 5%. Sin embargo se estima igualmente que la mitad de las actividades remuneradas en el mundo son automatizables con las tecnologías actuales. Es verdad que hay sesgos, pues es más probable la automatización de actividades físicas relacionadas con la industria manufacturera o el comercio, o las relacionadas con la recopilación o procesamientos de datos (actividad que existe en casi todos los sectores). Pero pese a ese sesgo, el conjunto de actividades y no solo las menos cualificadas tienen un potencial de automatización importante.
Este potencial de automatización parcial, dinámica y de ritmo crecientemente acelerado exige abordar de forma igualmente dinámica la gestión de la transiciones de empleo. Aquí aparece la necesidad de desarrollar antenas de prospección que sean capaces de prever los cambios tecnológicos o los efectos de la digitalización de forma anticipada en una empresa o sector; evaluar su impacto en el empleo y las cualificaciones y habilidades necesarias para abordar el cambio; implementar las medidas, planes y programaciones vinculando las inversiones a los procesos de cualificación permanente.
Y todo ello con una visión inclusiva y que rompa el riesgo de acceso asimétrico al conocimiento entre trabajadores/as situados en los espacios empresariales centrales en la generación de valor (en un modelo de empresa fragmentado y reticular), y los situados en los espacios subalternos de esa cadena de valor: pequeñas empresas suministradoras, cadenas de externalización y subcontratación de actividades, formas atípicas de trabajo…
Esto exige políticas integrales y trasversales sobre desarrollo industrial y productivo, empleo, formación y cualificación permanente (en una visión a su vez integral y coordinada de los distintos subsistemas de formación reglada, ocupacional y sistemas de reconocimiento de competencia por la vía de la experiencia profesional). Estas políticas deben ser impulsadas desde el ámbito público, deben contar con espacios de colaboración público-privado, y el papel de los agentes sociales es determinante.
El tercer tipo de cambio tiene que ver con la apropiación del incremento de productividad y la canalización de una parte del mismo a transferencias que palíen las previsibles consecuencias para quienes se vean desplazados en esos procesos de transición. La remuneración del empleo, la reinversión productiva, el excedente empresarial, no pueden agotar esas mejoras de productividad. El mantenimiento de un Estado de Bienestar pasa también por un replanteamiento de las políticas de prestación a quienes queden excluidos del empleo, abordando la problemática del paro de larga duración y las rentas mínimas. Y esto exige una revisión de la tendencia a la desfiscalización de las últimas décadas, especialmente en las rentas con mayor facilidad para la elusión cuando no el fraude fiscal. La dimensión internacional de estas medidas parece una necesidad evidente.
Todos estos retos parten de una cierta elevación de las prioridades políticas del país. Porque aluden a decisiones estratégicas que deben reorientar las políticas educativas, de empleo, de desarrollo productivo e industrial entendido en sentido amplío, la inversión y el desarrollo, los sistemas de incentivos y fiscales, o la propia modernización institucional de nuestro marco laboral, habitualmente confundida con una apuesta por la precarización permanente. Porque deben actualizar el papel y las legitimidades de los agentes sociales, sancionadas por la Constitución pero devaluadas por la práctica y la hegemonía creciente del pensamiento neoliberal. Con un tejido productivo de insuficiente valor añadido, mayor presencia de trabajo de media y baja cualificación, así como del trabajo rutinario y por tanto más fácilmente automatizable, España tiene en uno de los grandes retos de su futuro, uno de los debates sociales y políticos menos presentes en nuestra sociedad.