Cuando Nela abrió los ojos sintió un moderado dolor de cabeza –sobre todo en las sienes–, un fuerte picazón en la garganta, y una oleada del penetrante olor corporal de Álex.
La habitación estaba a oscuras, con las persianas completamente selladas. Nela se acarició suavemente la nariz. Recordó la última raya que se había metido con Álex en los baños de la Anestesia, la discoteca en la que habían terminado la noche tras la cena trimestral con varios de sus compañeros de trabajo, que venían celebrando desde hacía ya un par de años.
“Esta raya nos sobra siempre, Álex, son las cuatro menos veinte y en un rato cierran la disco. Lo único que hace es pasarnos de vueltas y luego pasa lo que pasa…”, pero eran palabras en balde. Álex siempre quería la última dosis antes de ir a casa. Nela agradecía que la normativa municipal hubiera adelantado una hora el cierre de los locales nocturnos. Odiaba llegar al apartamento de Álex ya con el cielo clareado. Le trastornaba el sueño y cuando a eso de las 12 de la mañana tenía que volver apresuradamente a su casa, lo hacía en un estado catatónico que no le pasaba desapercibido a Sergio. Su marido sabía que los días de cena de curro, el sábado por la mañana tenía que hacer planes en solitario.
Cuando Nela llegaba a casa, habitualmente Sergio ya había hecho footing, comprado el pan, y sacado a pasear a Rufo, un minúsculo Schanauzer miniatura de casi once años que les había regalado su tío Marco en el quinto aniversario de su boda. Los sábados discurrían en vidas paralelas, y el domingo se recomponía la convivencia hipotecada en el viejo piso en finca de madera que el tío Marco les había cedido en su día a un precio sensiblemente inferior al del disparatado mercado inmobiliario.
Mientras se giraba levemente en la cama para apretar la sien contra la almohada buscando paliar su cefalea, Nela buceó en sus recuerdos del día anterior. Tras la cena, como otras veces, se habían dirigido a los bares del puerto a tomar unas copas. Ella, Virginia y Ana eran la excepción femenina entre un grupo de doce hombres que trabajaban en el turno azul de “ensamblaje auxiliar” en algunos casos, y en el departamento de “control de calidad” los demás. Como siempre durante el peregrinar por los pubs del puerto, el grupo se iba desmembrando y quedaban hasta el final los “Jedis”, el quinteto más noctámbulo, que terminaba la noche en la Anestesia o en el Karaoke Tócala otra vez. Ana tenía un piso cerca del puerto y era donde supuestamente se quedaba a dormir Nela cada vez que se les hacía demasiado tarde, para así evitar coger un taxi hasta el otro lado de la ciudad. Cuando el desfase de los “Jedis” llegaba al éxtasis, la retirada de los tres era relativamente fácil de disimular, y se separaban siempre en el mismo sitio, una pequeña travesía peatonal donde cada uno emprendía su ruta. “Adiós cómplice” solían decirle a Ana, que se escabullía con cierta sensación de desasosiego, pues Sergio la tenía en particular estima y por eso Nela sabía que su compañera de oficina era la coartada perfecta.
Lo cierto es que Nela no recordaba nada con posterioridad a la última raya de cocaína. Suponía que tras salir de la discoteca habrían recorrido las mismas calles de siempre, agarrados por el brazo desinhibidos por el efecto del alcohol y la droga, saltándose algún semáforo en rojo ante la práctica ausencia de vehículos por esa zona, y acelerando el paso al llegar al tramo peatonal que les introducía en la parte vieja, hasta alcanzar al número 9 de la calle Estrecha donde Álex vivía. Es seguro que habrían subido en el viejo ascensor de época, con sus pesadas puertas metálicas de rellano, y es más que probable que ella hubiera dicho aquello de “este ascensor me recuerda al de Santa Justa en Lisboa”, aun sabiendo que Álex nunca había estado en Lisboa, y finalmente se habrían deslizado por el pasillo del apartamento, de apenas 60 metros cuadrados, hasta llegar a la habitación
No notaba especialmente cargadas las piernas ni el abdomen, por lo que deducía que al llegar a la cama no habían hecho el amor. La última raya no sirve para nada, sólo para dejarnos molidos, bajarnos la lívido y llegar muertos a casa.
En el momento que apartó la sábana que le cubría casi hasta el cuello, la mano de Álex se despertó y le acarició el vientre. Como un movimiento tectónico acercó todo su cuerpo al de ella, y la empezó a recorrer lentamente subiendo los dedos hacia los pechos. Le seguían doliendo las sienes y sabía que el picazón de la garganta no desaparecería hasta media mañana y en todo caso después de la ingesta de algún litro de agua. Pero sabía que de poco valía resistirse ni alegar malestar. Álex gustaba empezar las mañanas con un polvo antes de que ella se levantara, se vistiera, y se fuera a su casa.
Poco a poco el cuerpo de él fue incorporándose sobre el de ella. No mediaron palabra. La oscuridad era total –cosa extraña pues Álex acostumbraba a dejar alguna de las dos persianas de la habitación con alguna holgura para que entrase luz que le indicara la hora aproximada que era–, y ella se dejó paulatinamente excitar hasta clavarle sus manos en la espalda. Subió sus dedos hasta su cabeza para comprobar si se había dormido con la coleta o se había soltado el pelo. Cuando Álex ni siquiera se quitaba la goma que le sujetaba una apreciable cantidad de cabello castaño, era señal inequívoca de que había venido con una ingesta de alcohol, y lo que se hubiera terciado, demasiado exagerada.
Recorrió con las yemas de sus dedos la espina dorsal haciendo zigzagueos entre los pliegues de las vértebras, hasta llegar al cuello. Palpó. No había pelo. Ni suelto, ni amarrado. La nuca estaba apenas recubierta por un rasurado cuero cabelludo. Se sobresaltó.
- ¿Qué es lo que buscas, Nela? – la voz grave de Sergio, rasgando la oscuridad, sonó dulce esta vez. Tal vez burlona, tal vez irónica.
Nela se movió en un espasmo, instintivamente, a donde estaba la pequeña lámpara de mesilla. El cuerpo que la coronaba hizo lo propio, moviéndose en el mismo sentido. Pudo accionar el interruptor de la luz que fue inmediatamente apagada por la mano fuerte y resuelta de un deportista habitual. El breve instante de iluminación le permitió ver el cuerpo de un hombre tendido en el suelo, con la cabeza tendida, ladeada, coronada por una coleta extendida en el parqué, y un charco de sangre que llegaba hasta donde estaban sus Converse.
No vio más.