«Porque cada hombre tiene su propio tiempo y sólo mientras siga siendo suyo se mantiene vivo.” Michael Ende en Momo
Cada evolución y transformación en las formas de producir bienes y servicios, ha supuesto una modificación más o menos radical en la forma de trabajar y, por tanto, en la forma de vivir. Cualquier análisis comparado sobre el trabajo y la vida antes y después de las sucesivas revoluciones industriales, dan cuenta de ello.
En los últimos años hemos atravesado de forma simultánea y consecutiva transformaciones sociales y productivas de muchísimo calado. Son conocidos los métodos de desintegración de los procesos productivos tanto en lo macro (posibilidad de desmembrar las distintas partes de la producción de un bien en distintos espacios, incluso a nivel mundial, favoreciendo la globalización), como en lo micro (descentralización productiva rompiendo el modelo de empresa fordista). También lo que ha supuesto la hiperconectividad y el potencial de la digitalización a la hora de organizar el trabajo de formas muy diversas, donde el riesgo de que se incrementen los sesgos de desigualdad e incluso discriminatorios, aparecen como una amenaza. Qué decir de la llamada economía de plataforma, en la que la utilización de este potencial digital se usa como una coartada para eludir la regulación a través del derecho laboral de las relaciones de dependencia entre personas trabajadoras (a veces en situación de abierta explotación) y empresas (a veces difuminadas tras el propio concepto de plataforma).
En todas estas mutaciones que no son solo productivas, sino sociales, y que tendrán incluso efectos antropológicos (pensad en cómo nos comunicamos y establecemos lazos de comunidad ahora, o como lo hacíamos hace apenas unos pocos años), la variable del uso y disposición del tiempo es una cuestión clave. Todas las mejoras de eficiencia económica que implican las nuevas tecnologías debieran conllevar una mejora de la productividad, que permitiera —si esta se repartiera equitativamente— disponer de más tiempo para vivir y menos para trabajar. Y lo cierto es que esto no está siendo necesariamente así.
Es más, muchas de las nuevas actividades profesionales se caracterizan porque han colonizado buena parte del tiempo libre de las personas trabajadoras. Si en el modelo fordista industrial, la pugna básicamente pivotaba en torno a liberar tiempo de trabajo con turnos más cortos y menos jornada laboral, en la economía actual, tan importante como el tiempo de trabajo es la distribución del mismo. Es decir, qué es tiempo de trabajo, cómo se distribuye, quién hace esa distribución, y bajo qué criterios, garantías y procedimientos.
Y esta determinación no es una cuestión técnica. Es una cuestión que tiene que ver con la correlación de fuerzas, es decir, con el grado de organización de las personas trabajadoras para constituirse como interlocutoras empoderadas ante sus empresas a la hora de fijar sus condiciones de trabajo.
¿Qué es tiempo de trabajo?
No siempre es pacífico decidir qué es tiempo de trabajo y qué no. Y no hablamos solo de actividades digitalizadas. Si una auxiliar de ayuda domiciliaria solo ve retribuido el tiempo efectivo en el que está en contacto con la persona dependiente, pero no se le computa en modo alguno los desplazamientos de un domicilio a otro y cada día tiene que hacer cinco desplazamientos, en la práctica estará dedicando a su actividad profesional mucho más tiempo del que en realidad se le retribuye con un salario. Si alguien sale de su oficina a las seis de la tarde, pero debe estar contestando correos electrónicos hasta la medianoche, es evidente que no ha dejado de trabajar por más que su cuadrante de horario así lo indique.
Por otro lado, la distribución de la jornada laboral es otra variable clave. Si una empresa se concede la potestad unilateral de decidir modificaciones de horarios, de entrada y salida, o de distribución irregular de jornada, el impacto sobre la vida de las personas trabajadoras es inmenso. No hay manera de conciliar una vida personal y profesional bajo esos parámetros.
Además, en España tenemos un problema recurrente sobre el control efectivo del horario de trabajo. En demasiadas ocasiones una cosa es la jornada legal máxima, la jornada que fija el convenio colectivo, y otra cosa es la realidad de jornadas interminables, horas extras no pagadas y/o no cotizadas.
El valor del tiempo
Vivimos en un cruce de caminos conflictivo. Por un lado, hay una querencia creciente de las nuevas generaciones de personas trabajadoras a poner en valor su tiempo. Su tiempo personal, su tiempo libre, su tiempo de ocio, su tiempo relacional. Sobre todo cuando se tiene un salario medio-alto, la valoración del propio tiempo es muy alta. Por el contrario, quienes cuentan con bajos salarios o salarios de subsistencia, suelen poner más en valor poder incrementar sus jornadas laborales si esto les reporta más ingresos. La libertad de elegir es una ficción teórica de los neoliberales cuando las necesidades básicas están en entredicho. Pero en todo caso, y sin establecer generalidades, sí hay una creciente puesta en valor del tiempo libre como algo valioso y a preservar.
Pero en ese cruce de caminos al que me refería hay otra variable de mucho riesgo: la gestión digital de los tiempos y las condiciones de trabajo, a través de la utilización de los algoritmos y la inteligencia artificial para maximizar los resultados de las empresas, que hacen una distribución predictiva de la distribución del tiempo de trabajo en función de las necesidades de actividad de la empresa.
El debate abierto actualmente en España para reducir la jornada laboral por ley hay que abordarlo desde todas estas perspectivas.
Reducción de la jornada laboral
Desde Comisiones Obreras defendemos que es necesaria una reducción del tiempo legal máximo de trabajo. Situado desde el inicio de la vigencia del Estatuto de los Trabajadores en 1980 en las 40 horas semanales (1826 horas anuales), la negociación colectiva ha ido reduciendo la jornada media efectiva fijada en convenio. Sin embargo, muchas empresas y sectores siguen en jornadas máximas situadas en el límite de la ley. Por tanto, la reducción de la jornada legal es totalmente pertinente e impulsará posteriores reducciones en la negociación de los convenios colectivos. El objetivo intermedio de los sindicatos en este momento es la reducción hasta las 37,5 horas semanales, que suponen 1712,5 horas en cómputo anual.
Entre las muchas razones que se pueden alegar en defensa de la reducción de jornada están la de la creación de puestos de trabajo, o la disposición de mayor tiempo libre para las personas trabajadoras. Y me atrevería a sugerir otra razón. De la misma manera que se especuló a través de ríos de tinta que la subida del SMI iba a provocar una destrucción de puestos de trabajo, sobre todo en los sectores y puestos que generan menor valor añadido, se afirmarán argumentos similares con la reducción de jornada. En sentido contrario, la evolución del empleo en España está poniendo de manifiesto que la economía está en condiciones de asumir este incremento de costes sin afectación relevante en el empleo. Es más, la reducción del tiempo de trabajo (que lleva implícito un incremento del precio por hora trabajada), puede incentivar aquellos proyectos empresariales cuya forma de rentabilización no consista prioritariamente en competir basándose en puestos de trabajo pésimamente retribuidos. Por el contrario, incentiva que sean empresas cuya rentabilidad se base en otros factores (mejores formas de trabajo, más inversión en procesos de digitalización o formación permanente, etc.), que eviten la competencia desleal o el dumping salarial de los peores proyectos empresariales. Es decir, que la reducción de la jornada laboral puede incentivar una mejora de la productividad de la economía en el medio o largo plazo, porque favorece empresas, organizaciones o formas de trabajo y producción más virtuosas.
Distribución del tiempo de trabajo
Como se apuntaba, la reducción de la jornada legal de trabajo debe ir acompañada de un refuerzo de la democratización de los procesos de decisión sobre cómo se distribuye el tiempo de trabajo. Esta cuestión difícilmente se puede dirimir desde la norma legal en exclusiva, ya que las realidades son tan variadas como empresas o sectores. Debe ser la organización sindical de las personas trabajadoras las que se fije como objetivo una interlocución con la empresa o patronal correspondiente para decidir con qué márgenes, límites y procedimientos se distribuye el tiempo detrabajo. Evidentemente la intención del sindicato es que la distribución del tiempo de trabajo facilite la conciliación de la vida personal y la profesional.
Control efectivo del tiempo de trabajo
Asimismo es necesario mejorar los sistemas de control efectivo del tiempo de trabajo. No es de recibo el fraude, a veces sistemático, en este terreno. Los sistemas de control deben ser digitalizados y deben establecerse sistemas de interconectividad para que el poder público, una Inspección de Trabajo con suficiente dotación de recursos humanos y tecnológicos, tenga constancia fehaciente de cuándo se trabaja y se deja de trabajar.
Es cierto que el actual sistema laboral es más diverso que la producción en cadena o los sistemas de determinación nítida sobre lo que es trabajo. Hay empresas y sectores que funcionan a través de proyectos cuya implementación no siempre es sencilla de medir en formas horarias clásicas. Por tanto, una vez más, deberá ser la organización de las personas trabajadoras las que negocien con sus empresas la concreción de estas cuestiones, la desconexión digital, etc. Pero haciendo esta apreciación, se trabaje en una ingeniería, en la barra de un bar, o en un taller, tiene que haber métodos de control efectivos del tiempo de trabajo.
Impacto de la IA en las relaciones laborales
Por último, es necesario reseñar que la incorporación de la Inteligencia Artificial y los algoritmos a la gestión de las relaciones laborales tiene un efecto disruptivo demoledor. Es fundamental para el sindicalismo del futuro (ya del presente), poder intervenir en la determinación de los criterios de programación de esos códigos. Hoy la agregación de datos puede establecer que un algoritmo ordene el tiempo de trabajo en función, no ya de cómo se comporte la demanda de tiempo de trabajo necesario (si hay más clientes en una tienda, o hay una punta de pedidos de un producto determinado), sino que puede actuar de forma predictiva, “exigiendo” más trabajo en función de esas predicciones. Por tanto, esos algoritmos tienen que ser compatibles con las reglas que se pacten por parte de la empresa y los trabajadores, por ejemplo, para alargar una jornada laboral un día y acortarlo al siguiente. La IA no puede convertirse en la nueva tirana laboral, funcionando (como un fetiche digital) al margen de las normas laborales.
Es más, el algoritmo tiene una capacidad de generar criterios discriminatorios brutales. Imaginemos que en una empresa se sabe que cuando llueve existe una mayor demanda de horas de trabajo. Y a la vez, que cuando llueve, las personas trabajadoras que viven en un barrio periférico, en el caso de que sean llamadas a trabajar en un pico de producción, tardan de media veinte minutos más en llegar a su puesto de trabajo (precisamente, porque llueve y se forman atascos). Esa correlación en función de las variables más insospechadas podría acabar determinando criterios sobre a quién se contrata y a quién no, a quién se promociona y a quién no. Esto, que puede parecer el argumento de un relato distópico, no lo es. Y esos sesgos discriminatorios atentan o pueden atentar, no ya contra el derecho laboral o el convenio colectivo, sino contra los derechos humanos más básicos. Por tanto, es necesario que los poderes públicos establezcan agencias de control de legalidad sobre la configuración de los algoritmos y la IA en todo lo que afecta a las relaciones laborales.
Bordeando ya la mitad de la segunda década del siglo XXI, en plena transición digital y energética, la determinación de las condiciones laborales sigue siendo una variable clave a la hora de explicar las condiciones de vida y el ejercicio real de la libertad. El gobierno y la disposición del tiempo sigue siendo fundamental, y para ello la organización de las personas que tienen que trabajar para vivir, es tan indispensable como siempre lo fue.