Nuestro país ha tenido una relación compleja con la memoria y la historia. Desde distintas ópticas políticas se ha escrito una secuencia derrotista de nuestro devenir histórico, que en mi opinión hace poca justicia con la trayectoria vital, personal y colectiva de tantas y tantos luchadores por la libertad y la democracia. Dejó escrito Jaime Gil de Biedma la lapidaria frase “De todas las historias de la Historia la más triste es la de España, porque termina mal”, y creo que sin colisionar con su “Apología y petición” no debemos asumir ni el derrotismo, ni el fatalismo, ni el demérito de los nuestros en la pugna permanente por la libertad y el progreso.
El Proceso 1001, como tantos otros ejemplos de represión, cuestiona la versión interesada de la transición como un pacto de élites, del que se excluye o se minusvalora la acción colectiva de una parte significativa de la sociedad española en la lucha por la democracia y contra el franquismo.
El proceso que se glosa en este libro contra la coordinadora nacional de Comisiones Obreras, es un episodio más, aunque muy relevante, en la persecución contra el principal aparato subversivo contra el franquismo como lo definía el propio régimen. Pero ahí están el número de personas procesadas, detenidas, torturadas o asesinadas, antes y después de la muerte del dictador, o los millones de horas perdidas en huelgas para contextualizar correctamente la dimensión social que tuvo esa transición. La resolución del paso de la dictadura a un sistema democrático no hubiera sido igual sin esos procesos colectivos.
Asumir una transición como un pacto de élites, incluso en algunos casos como un pacto vergonzante, o como una adaptación del capitalismo español a la “respetabilidad” internacional requerida en el contexto de los años 70, no solo es injusto con “nuestra gente”; no es verdad, y además presupone una democracia otorgada, concepto envenenado pues aquello que se concede se puede reclamar. No. La democracia española no es una fiesta en la que la clase trabajadora, el sindicalismo, las fuerzas políticas de la izquierda aparezcan como convidadas.
La democracia constitucional española no es una invitación a nadie, es sobre todo una conquista de la parte más concienciada de la ciudadanía y la clase trabajadora de nuestro país.
La creación de “narrativas legitimantes” es fundamental para construir países. Así lo entendieron sin ir más lejos en Italia o Francia, atribuyéndose el grueso del peso en la liberación de sus respectivos países del yugo del eje nazi-fascista en la II Guerra Mundial. Recordemos el empeño del General De Gaulle simbolizar que habían sido las fuerzas de la Francia Libre las protagonistas principales en la entrada en París y el resto de ciudades francesas, pese a su carácter secundario en las operaciones a partir del desembarco de Normandía. Quizás este constructo narrativo no sea muy sostenible en términos históricos, pero es de una enorme transcendencia para fundar o refundar una ciudadanía democrática que enraíza en este relato su autoestima de país.
Y de esto nos falta en España. Se perdió la guerra civil, si. Pero fue España el único país que se alzó con sus propios medios, solo con sus propios medios, contra la irrupción del fascismo. Nuestro país fue abandonado a su suerte por las democracias liberales del momento, mientras la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaban indisimuladamente el alzamiento reaccionario.
Abandonados en el 36 y abandonados en el 45. Tras el fin de la II Guerra Mundial otra vez la geopolítica global determinó que el régimen franquista debía aceptarse en el contexto europeo y mundial a costa de dejar en la estacada al exilio español, a los demócratas y al pueblo.
Y otra vez sola en mitad de la tierra hubo que construir la resistencia. Sin desembarcos de Normandía ni frentes del Este. Con el sacrificio, la abnegación y la altura de miras para comprender los cambios que se producían en la población española y especialmente en su clase trabajadora tras los Planes de Estabilización de 1959, la generación de un nuevo proletariado urbano paralelo al éxodo del medio rural a unas ciudades donde se desarrollaba una incipiente industrialización, clave a la hora de construir un nuevo sujeto colectivo, cuyas ansias de mejorar sus condiciones de vida tenían un enorme potencial transformador. Es en ese instante donde enraíza la novedad histórica de las Comisiones Obreras y es ese proceso histórico en el que se enclava el Proceso 1001.
No hay más que leer las biografías y las “peripecias” de muchos de aquellos protagonistas para entender lo precario y genuino de su acción militante. No, España no es el país de la eterna derrota del progreso, sino una composición diversa y compleja que protagoniza incluso vanguardias liberadoras en cada momento histórico. Todavía hoy, mientras las nuevas expresiones nacional-populistas de extrema derecha ocupan crecientes parcelas de poder en países que hace poco considerábamos inmunes a estas reacciones, España ha aguantado el tipo. Hoy nuestro país ejerce de vanguardia en algunas políticas laborales o feministas, y el civismo democrático ha demostrado ser mucho más resiliente de lo que se quiere hacer creer.
Sirvan estos relatos vinculados a un momento trascendente de nuestra historia para poner en valor ese país que nadie pudo destruir, esa España que como el árbol talado de Miguel Hernández, retoña mientras tenga la vida.