Hace poco vi una foto de la Puerta del Sol. Tras las obras de remodelación del espacio (consistente básicamente en dejarlo como estaba) se veía a un grupo de personas refugiándose en la estrecha sombra que procuraba la marquesina que cubre la boca de metro. El resto de la plaza aparece como una árida explanada de cemento expuesta al agresivo sol que hemos tenido desde abril en Madrid. Escribí un tuit: “No es una foto. Es una metáfora. Gestionar el espacio público lo suficientemente mal como para que nadie se sienta muy protegido, ni muy vinculado, ni muy concernido, por lo común. Una forma de destruir sociedad y comunidad. Y de ahí emerge el reaccionarismo”. Disculpen la auto-cita.
Traté de expresar una idea a la que he dado vueltas en los previos de la campaña electoral a las elecciones autonómicas y municipales. Cómo puede ser que gestiones tan nefastas como la de Martínez Almeida en Madrid, no solo no tengan un reproche electoral masivo, sino que aparentemente le vayan a procurar una victoria con cierta holgura. Cómo puede ser que el disparate político que supone Díaz Ayuso, incapaz de leer con mediana solvencia un folio que su equipo le ha preparado con antelación, se construya como un liderazgo indiscutible del trumpismo español, hoy ya no encarnado únicamente en la versión bizarra y atrasista de VOX, sino condicionando seriamente la posición del PP a todos los efectos.
Seguro que esto tiene explicaciones mucho más profundas que lo que se pueda expresar en una entrada de blog y mucho más en un tuit. Pero creo que las expresiones más reaccionarias que amenazan nuestras sociedades son algo así como expresiones post-políticas. Hay todo un proceso de ingeniería social previo tras décadas de ideología neoliberal pugnando por modificar los sentidos comunes de época, pero acompañado y precedido de un proceso de deterioro del vínculo de la ciudadanía con lo común. Para buena parte de la población de Madrid la gestión de las cosas comunes no tienen demasiada importancia porque no esperan gran cosa, no se siente particularmente concernida por lo colectivo, por lo común. Es en ese contexto de ciudadanía desvertebrada donde las denominadas batallas culturales, de relato o de narrativa, las formas más o menos reaccionarias de identidad, o el bombardeo cotidiano con temores atávicos (ocupación, ETA) en tiempos de incertidumbre con el fin de agrandar la paranoia securitaria desde la que germine la reacción, aparecen como unsucedáneo en lo que llamo post-política.
En una encuesta electoral en la Comunidad de Madrid y en el País Valenciano que publicó El País, todos los análisis se refirieron a los resultados que arrojaban, como es habitual. A mí me llamó mucho la atención la otra tabla que aparecía en la que se reflejaba el grado de preocupación por distintos asuntos que mostraban los encuestados. Llama la atención que entre el electorado del PP en Madrid se muestre menos preocupación por cuestiones como las “desigualdades sociales y la pobreza”, “la sanidad y otros servicios públicos” o “el cambio climático”,que la que muestran por esos mismos temas los votantes de VOX en la Comunidad Valenciana. Pero sobre todo llama la atención que a los encuestados que se declaran votantes del PP en Madrid prácticamente… no les preocupa nada. Al menos no les preocupa nada en exceso; ningún porcentaje que supere “el 50% de preocupación” en nada que no sea “la inflación y el coste de la vida” y –por poquito– en “la economía”.
Yo creo que ese contexto, que ese concepto de ciudadanía des-vinculada, des-concernida, des-protegida por lo común (o que se auto-percibe así), es fundamental para entender cómo contrarrestar el riesgo reaccionario que se abre paso en el mundo. Pensar que se trata solo de una pugna de narrativas, me parece que es empezar a jugar un partido con el resultado perdido.
Porque en contra de lo que se afirma con demasiada rotundidad, no es solo ni principalmente el dominio de los espacios (mediáticos) para configurar agenda, preocupación y derivas securitarias, lo que alimenta y preludia el riesgo reaccionario, sino que previamente se han deteriorado, con políticas reales, los vínculos comunes. No hay disputa social en estos tiempos sin pugna de narrativas, pero no hay disputa social con alguna posibilidad de victoria progresista, solo con pugnas narrativas.
El día 16 de mayo, en CCOO hemos presentado un documento de partida sobre la necesidad de un Pacto de Estado Integral sobre los cuidados. No hay nada que defina más una sociedad, un grupo humano, que decidir cómo se cuida, cómo se cura, y cómo se enseña, dentro de esa comunidad.
El modelo de protección colectiva y comunitaria que surgió tras las matanzas de las dos guerras mundiales, abordó con bastante ambición la protección ante varias de las contingencias de la vida. La vejez, la enfermedad, el retiro, la educación. Olvidó una: los cuidados. Fundamentalmente porque se derivó a la esfera privada y, en concreto, sobre las espaldas de las mujeres.
Hoy el progresismo sindical, político o social no tiene tarea más perentoria que recomponer las bases de un contrato social que actualice y complete el surgido en la segunda mitad del siglo XX, deteriorado después por la influencia sociópata del neoliberalismo.
Nada nos iguala más como personas que la necesidad de ser cuidadas en distintas fases de la vida. Nada nos desiguala más que la falta de garantías para poder acceder de forma efectiva a esos cuidados a lo largo de la vida. Está comprobado que la feminización de los cuidados es el principal elemento de desigualdad estructural en el trabajo remunerado. Y no me refiero solo a las actividades directamente concernidas por el cuidado (la ayuda a domicilio, las residencias, o cualquier otra). Me refiero a que es ese sesgo de género a la hora de afrontar los cuidados de la infancia, las personas mayores o las dependientes, el que lastra decisivamente las trayectorias laborales de las mujeres, alimenta las brechas salariales, las saca de los espacios relacionales vinculados al trabajo que requieren tiempo adicional del que no dispone quien se tiene “que ir a cuidar”, etc.
Creo que las fuerzas sociales y políticas debieran en su conjunto tomarse en serio desplegar estrategias de país sobre los cuidados, porque es una necesidad para la viabilidad de país. Pero las de izquierdas y progresistas deben hacerlo con especial énfasis porque será determinante para definir el modelo de país. El papel que lo público y lo comunitario tenga –o debiera tener– para fortalecer espacios de identidad colectiva. Identidad vinculada no a los conceptos reaccionarios que esgrimen las fuerzas que ya hoy amenazan la democracia, sino a la definición compartida de cómo nos protegemos en la vida, en el trabajo, en la falta de trabajo, en el cambio en el trabajo; cómo nos cuidamos al enfermar, al envejecer, al tropezar; cómo nos enseñamos y adaptamos lo aprendido a lo largo de la vida. De modelo de sociedad. De agregación de mayorías. De superación de desigualdades. Una estrategia potente y reconocible sobre cuidados es un vector novedoso y con un enorme potencial para generar adhesiones sociales. Entre otras muchas cosas porque vincula la organización del espacio común a cómo dotar de autonomía personal. Libertad real. Y por tanto es un vector de una transversalidad poderosa.