Por coincidencias de agenda, en menos de una semana he participado en cuatro actos que tenían una honda vertiente memorística. La entrega del premio Abogados de Atocha de CCOO Castila-La Mancha a Joan Manuel Serrat; el homenaje al fallecido David Morín, uno de los fundadores de la comisión obrera provincial de Bizkaia; el homenaje que sus camaradas y amigos tributaron a Santiago Carrillo; y finalmente la inauguración de la exposición titulada “Para la Libertad. El proceso 1001 contra la clase trabajadora”.
Después de estar en esos cuatro eventos e intervenir en los tres que organizaba CCOO vengo reflexionando sobre un concepto que le escuché por primera vez a Nicolás Sartorius y que he terminado por hacer mío. Hay que reivindicar la memoria, entre otras muchas cosas, para fortalecer la autoestima como país.
Tiene razón Nicolás. Existe un cierto lugar común sobre la “Spain diferent” que aun pervive entre nosotros. Ese concepto de España como un país anárquico, desordenado, revoltosillo y un tanto indolente, es funcional a la visión de una derecha autoritaria siempre presta a buscar cirujanos de hierro cuando las cosas se desvían de lo que el orden (su orden) recomienda. Recuerdo la frase de un profesor que tuve en 5º y 6º de EGB, de indisimulada ideología franquista, que tronaba en el ambiente sórdido de una clase sumida en el miedo “¡¡ustedes confunden la libertad con el libertinaje!!”. Niñas y niños de 12 años nos mirábamos con cierta perplejidad entre olor a Varon Dandy y el ruido de la lluvia golpeando en los cristales, incapaces de entender nuestra libertaria confusión, y con la sensación de que –sin saberlo– debíamos estar haciendo algo muy gordo.
Pero también hay una parte de la izquierda que desde otra perspectiva comparte esa visión de país atolondrado, atrasado, preso de sus viejas rémoras, incapacitado para dejar atrás los efectos de los elementos más retardatarios en su configuración social, económica y política, y por supuesto nunca llamado a ser vanguardia internacional de nada que no sea algún tópico costumbrista.
Las dosis entre el papanatismo nacionalista y el acomplejamiento existencial a veces se mezcla en proporciones variables.
La traída y llevada transición no fue el trámite del tránsito de una dictadura a una democracia otorgada o concedida. Tampoco un proceso simple, indoloro, y liderado exclusivamente por élites dirigidas por un Rey. Fue un proceso con fases, más complejo y menos lineal que el dibujado en el relato preferente, nada pacífico y con niveles de represión nada desdeñables que entre otras cosas pretendieron descarrilarlo hasta los mismos asesinatos de los abogados de Atocha (donde no olvidemos que se buscaba asesinar a Joaquín Navarro, uno de los dirigentes de la huelga del transporte que en esos días se había organizado en Madrid). En mi opinión la transición arroja en términos de perspectiva histórica más luces, bastantes más luces que sombras. Pero no es eso a lo que quería apelar.
Cada cual puede hacer la valoración que quiera de la transición, pero hay un hecho poco discutible. La hicimos solos y solas. Las fuerzas democráticas y republicanas fueron abandonadas por las democracias europeas en la guerra civil, mientras el eje nazi-fascista alemán e italiano reforzaba decisivamente a los sediciosos golpistas. Tras el final de la II Guerra Mundial en la nueva disputa entre el bloque soviético y la órbita atlantista, las y los demócratas españoles del interior y del exilio volvían a ser definitivamente abandonados por las democracias europeas, y los propios EEUU y la ONU normalizaban el franquismo. Había que pelear desde dentro, solos y solas.
En ese contexto se explican las incipientes comisiones obreras, su posterior consolidación como organización sindical primero clandestina y luego emergiendo a la legalidad. Pero no olvidemos nunca que en todo aquel proceso las personas demócratas de este país, las vinculadas a CCOO, al PCE, o otros partidos y sindicatos, al movimiento vecinal, el estudiantil, etc. tuvieron que ganar la democracia por sus propios medios. Nunca tuvimos un desembarco de Normandía, nadie vino a liberarnos.
Aquella España que se resistió al exterminio posterior a la guerra civil, aquellas generaciones surgidas después del trauma bélico, aquel país que como decía Pedro Garfias y cantaba Víctor Manuel en su mítica Asturias, “Sola en mitad de la tierra, hija de mi misma madre”, aquellos abogados laboralistas, aquellas personas que convocaban huelgas, se manifestaban en las calles, se reunían en el convento de los Oblatos y eran condenados a 20 años de cárcel por discutir un documento sindical.
No se me ocurre mejor ejercicio de autoestima como país, que defender que la democracia la ganaron los nuestros con sus medios, no fue una carta otorgada. Por eso la memoria histórica debe formar parte de la genética constitutiva de la España democrática. Como concluí la intervención en la inauguración de la exposición en la Biblioteca Nacional. “Que no nos roben la memoria. Que no nos cambien la historia”.