Vivimos un tiempo en el que, en mi opinión, se está dando una disputa sobre los modelos de organización social, en la que no siempre se repara. A grandes rasgos está en disputa si avanzamos hacia sociedades despiadadas o a sociedades integradoras. A sociedades individualistas, donde las contingencias de la vida de las personas se resuelven en el ámbito mercantil, o a sociedades que a través de un contrato social para el siglo XXI, se doten de recursos y bienes comunes con los que afrontar colectivamente las contingencias vitales que democráticamente queramos cubrir en común. Puede parecer un enunciado casi antropológico… es que, de hecho, lo es.
La pugna por recomponer el contrato social no se debe sustanciar en claves que tengan que ver únicamente con modelos económicos; requiere de una profunda batalla cultural y de las ideas, de manera que la disputa por la centralidad y los sentidos comunes que arraigan en la sociedad son decisivos para anclar socialmente los términos y legitimidades de tal contrato.
La política neoliberal impulsada en las últimas cuatro décadas ha sido profundamente performativa. Ha huido de la mera gestión administrativa para tratar de hacer políticas –muchas veces camufladas como técnicas o neutras– encaminadas a modificar la mentalidad y las conciencias de la mayoría social. El objetivo: modificar el marco de lo deseable por las mayorías sociales.
Friedrich Hayek fue un economista, pero también filósofo y jurista, que además de ganar el Premio Nobel en 1974, es uno de los máximos exponentes de la escuela austriaca. Escuela de pensamiento económico neoliberal que en el inicio la segunda parte del siglo pasado no dejaba de ser una excentricidad, pero que a posteriori ilustra hasta retóricamente, buena parte de los discursos más sociópatas del actual neoliberalismo. Apóstoles de ese modelo como él y otros, pronto advirtieron de la necesidad de emprender una batalla por romper las tendencias cooperativas que se abrían paso tras las matanzas globales de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y que habían dado paso primero al New Deal de Roosevelt en los años 30, y al desarrollo de los estados de bienestar de forma particularmente intensa en las décadas que van de los años 50 a los 70.
El cuestionamiento de esas tendencias cooperativas –que implicaban una mayor intervención del poder público en la economía, una fiscalidad tendente a proveer de una serie de servicios de responsabilidad pública con pretensiones de universalidad, y un pacto de distribución salarial ligado a los modelos de desarrollo fordista con sindicatos y negociación colectiva– fue adquiriendo cada vez más intensidad hasta desembocar en la ofensiva neoliberal que promueven Reagan y Thatcher. Asimismo la relación de desconfianza del neoliberalismo respecto a la democracia se aprecia palpablemente en la indisimulada simpatía de muchos de sus defensores por las dictaduras latinoamericanas del pasado siglo.
Una vez en espacios de poder, bien fuera por la vía democrática bien por la golpista, las teorías neoliberales impulsaron políticas materiales que –además de promover una determinada forma de acumular renta (desde 1985 a 2020, la tasa impositiva de los beneficios de las empresas ha caído a nivel mundial desde el 49% al 24%), organizar la empresa y las cadenas de producción, o deteriorar la función del poder público en la economía y en la provisión de servicios– modificaron conciencias, sentidos comunes, preferencias sociales.
Hace un par de meses leíamos noticias sobre el recurrente retraso en desplegar centros de atención sanitaria primaria en barrios de reciente construcción de grandes ciudades. Este fenómeno de deterioro de los servicios públicos, y ante su insuficiencia, el fomento del aseguramiento privado relacionado con un determinado tipo de desarrollo urbanístico, recuerda al urbanista italiano Bernardo Secchi cuando afirmaba “los modelos urbanísticos no solo son producto de una política, sino que crean política; no tanto en el sentido de afinidad con una opción concreta, sino en el desarrollo de un visión del mundo, de un modo de estar y de ser. No solo en la relación, de integración o exclusión, entres las diversas clases sociales, sino en cómo los habitantes de esos espacios consideran conceptos como la libertad, la seguridad, la democracia o la cultura”. (cita tomada del libro “La España de las piscinas” de Jorge Dioni)
Atendamos a una aparente paradoja. Es llamativo el extraordinario esfuerzo que ha realizado nuestro país para salvaguardar el empleo y la economía en la pandemia de la COVID. Solamente contando las medidas pactadas en el marco del diálogo social supusieron una ingente movilización de recursos y transferencias en salarios y en diversas prestaciones sociales (incluyendo ERTES, cotizaciones sociales exoneradas y prestación por fin de actividad de autónomos), a las que hay que añadir la reversión de las reducciones de las pensiones previstas por la reforma del año 2013.
Sin embargo cabría preguntarse si verdaderamente estas medidas que han mejorado la vida (y en muchos casos han salvado el empleo) de más de 15 millones de personas, han reforzado cualitativamente la idea de la necesidad de un renovado contrato social. Tengo pocas dudas que la optimista visión de que íbamos a “salir mejores”, o que tras la pandemia sería inviable cualquier política de deterioro de la sanidad pública, fuera más que inconsciente voluntarismo.
Es más, las y los hijos intelectuales de los sociópatas neoliberales, pese al cambio de paradigma en las políticas europeas (seguramente temporal y seguramente por la emergencia de la dramática secuencia pandemia-guerra) han abordando una fase de rearme ideológico, abundando en la trampa anti-impuestos como hemos podido comprobar en estos últimos días en España, con un riesgo de “contagio” del populismo fiscal a administraciones regidas por gobiernos progresistas.
La reedición de un nuevo contrato social para el siglo XXI no solo tendrá que definir un horizonte teórico de la sociedad deseable, sino que tendrá que hacer compatible el objetivo de ese horizonte con las políticas efectivas que conformen sociedad para ese tránsito.
La renovación y fortalecimiento de un nuevo contrato social para el Siglo XXI requiere hacerlo mediante procesos de empoderamiento colectivo. La tentación funesta de los espacios de falsa seguridad que oferta la extrema derecha suele tener –o eso se dice– más posibilidad de éxito en la medida que se ofrezca en países o sociedades con escaso desarrollo de los modelos de protección social. Cabría inferir de este razonamiento que a mayor garantía de condiciones de vida, empleo y protección social, menor capacidad de arraigo de fuerzas nacional-populistas reaccionarias. Y esto es cierto… a medias.
En algunos de los países de más altos niveles de cohesión social y un estado de bienestar más acabado, han arraigado opciones nacionalistas, excluyentes, o basadas en lo que podríamos llamar políticas “de señalamiento”: ofrecer seguridades a base de excluir del nosotros, del “demos” de la ciudadanía social a partes del cuerpo social (normalmente en base a razones étnicas y de clase). El caso de Francia, siendo uno de los países del mundo con mayor intervención pública en la economía y con un potente modelo de protección social, es uno de los ejemplos más cercanos, como la inquietante evolución de Marine Le Pen ha puesto sobre la mesa.
Creo que el gran elemento diferencial sobre la capacidad de blindar las sociedades de opciones reaccionarias y promover sociedades inclusivas es el grado de vertebración social existente. El neofascismo del siglo XXI no marcha en columnas militares sobre Roma. Es mucho más penetrante ante el sujeto individualizado, replegado y aislado de la sociedad neoliberal, sin cosmovisiones políticas que le llevan a ser propenso a la infección reaccionaria del odio, de la exclusión o del concepto opresivo de patria, de homogeneidad sexual o racial, así como de los viejos roles de género. El nacional-populismo cala más donde hay sociedades dislocadas, fragmentadas, sin vínculos comunes, sin militancia política, social o vecinal.
Por eso el sindicalismo de clase es un elemento tan importante para un sistema democrático y a la vez un elemento tan molesto para el poder real. La fortaleza y el reto es que el buen sindicalismo de clase organice a la clase trabadora en términos de agregación y proximidad, y desde ahí irradiar función representativa, y no al revés. Por agregación me refiero también a integración: “Lo que la empresa ha desintegrado, intégrelo el sindicato” decíamos en la salida de nuestro decimoprimer congreso.
Somos la construcción más genuina de un nosotros que disputa bases materiales, pero que además lo hace desde la construcción de un sujeto colectivo. No es solo un sindicato para la clase trabajadora, sino de la clase trabajadora. No es solo un sindicato que genera derechos que se disfrutan como un cliente disfruta de un servicio, sino que los genera en procesos de empoderamiento colectivo; y lo hace además partiendo del ámbito más impermeable a la participación democrática como es la empresa y el centro de trabajo.